El proceso jurídico e histórico de la construcción constitucional de España. Apuntes sobre el papel de la Alta Inspección en la cohesión educativa del Estado autonómico
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The legal and historical process of constitutional construction of Spain. Notes on the role of the High Inspection in the educational cohesion of the Autonomous State
Jaime Antonio Foces Gil
Departamento de Pedagogía
Universidad de Valladolid
DOI
https://doi.org/10.23824/ase.v0i37.749
Resumen
El Reino de España se fundamenta en la existencia de un pacto constitucional que tiene una primera derivada en la estructura territorial de la nación: el Estado autonómico. Analizamos cómo y por qué surgió en 1979 y explicamos a qué debe su configuración actual. El Estado autonómico inicia su recorrido antes de la propia Constitución, con los ecos de la organización territorial de la Segunda República y va evolucionando de forma no programada hasta que se generalizan las Comunidades Autónomas. Hoy muestra una estructura homogénea más parecida a una federación que a un Estado simplemente descentralizado. Reflexionamos brevemente sobre la importancia de la Alta Inspección de Educación como mecanismo constitucional de cohesión del Estado. Concluimos el análisis señalando la necesidad de que el Estado se articule e integre por el bien de los ciudadanos y advertimos sobre el renacer de conceptos superados por la historia como son los de nación y nacionalismo.
Palabras clave: Administración educativa, Constitución, Estado autonómico, nacionalismo, autonomía, descentralización, Comunidades Autónomas, Alta Inspección.
Abstract
The Kingdom of Spain is based on the existence of a constitutional pact that has a first derivative in the territorial structure of the nation: the autonomous State. We analyze how and why it emerged in 1979 and explain what it owes its current configuration to. The Autonomous State begins its journey before the Constitution itself, with the echoes of the territorial organization of the Second Republic and evolves in an unscheduled way until the Autonomous Communities are generalized. Today it shows a homogeneous structure more similar to a federation than to a simply decentralized State. We briefly reflect on the importance of High Education Inspection as constitutional mechanism of State cohesion. We conclude the analysis pointing out the need for the State to be articulated and integrated for the good of the citizens and we warn about the rebirth of concepts surpassed by history such as those of nation and nationalism.
Key words: Educational administration, Constitution, Autonomous State, nationalism, autonomy, decentralization, Autonomous Communities, High Inspection.
Introducción: El pacto autonómico constituyente o la invención de España
La actual estructura territorial de la nación española es producto de lo que podríamos considerar “la invención de una nueva tradición y de una nueva identidad: la de una España ‘democrática’, contrapuesta a una España ‘franquista’, y conectada problemáticamente con la historia anterior al franquismo, de la que la separa el trauma de la guerra civil” (Pérez Díaz, 1994, p. 36). A este respecto la Real Academia Española (2022) define inventar como “Hallar o descubrir algo nuevo o no conocido”. Precisamente en este sentido, con Pérez Díaz (1994), usamos aquí el sugerente -y a la vez inquietante a nuestro juicio- concepto de invención de España, manifestando ante quam que la Constitución de 1978 no crea la estructura autonómica de España, sino que solamente reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, sin predeterminar cuáles son unas u otras y sin establecer a priori diferencias entre ellas.
El punto de partida fue extremadamente complejo, pues la Constitución de 1978 hubo de hacer frente a una doble dificultad: por una parte, la que se refiere a la distribución horizontal clásica del poder en los órganos legislativo, ejecutivo y judicial y, por otra, la que atañe a la distribución vertical que afectaba a la configuración territorial del Estado. Como afirma Puelles Benítez (1995, p. 88), la Constitución “realizó al mismo tiempo una distribución vertical del poder, una nueva disposición territorial del poder mediante el reconocimiento de una nueva entidad política, la Comunidad Autónoma”. Como resultado de este proceso, y en el espacio de apenas medio siglo, los españoles hemos conseguido dotarnos de una serie de componentes emocionales ad hoc, por lo que la España actual se fundamenta en un sistema de símbolos, conceptos ideológicos, un demos, en definitiva, que no es estrictamente novedoso, sino que, en su mayor parte, ya estaba presente en lo mejor de nuestra historia, tal como sostiene Pérez Díaz (1994) al señalar que
Para construir esta nueva tradición hemos tomado como referencia elementos positivos y negativos del pasado: de la monarquía liberal de la Restauración, de la tradición republicana, de ambos bandos de la guerra civil, y también del franquismo. Hemos edificado nuestro sistema de instituciones sobre la piedra angular de la Constitución de 1978, diseñada para evitar los problemas asociados a la anterior Constitución de 1931 (p. 36).
La construcción de este demos trasciende la simple evolución de un Estado de corte autoritario a otro conformado como una democracia liberal y europea, y a ella se ha de añadir el problema histórico -aún no resuelto completamente en el siglo XXI- de la integración nacional de España. La opción constitucional en este caso fue la de articular (Puelles Benítez, 1995, p. 88) un Estado autonómico entendido como una “unidad política compleja cuyo rasgo más sobresaliente es precisamente el de estar integrado por entidades territoriales a las que el propio ente estatal reconoce autonomía, esto es, capacidad de autogobierno”. Esta forma de Estado es fruto de un conjunto de acuerdos constitucionales, autonómicos y sociales fundamentados en el consenso, en la renuncia mutua, en el pacto y en la negociación.
El principio de autonomía, complementado con el de solidaridad que expresa el art. 138 CE y con el de unidad de la nación española que proclama el art. 2 CE, no es una originalidad de la Constitución de 1978, pues puede rastrearse en nuestra historia moderna y contemporánea de manera evidente.
Los intentos de conformación de la nación española hunden sus raíces en su mismo origen político, tras la unión dinástica de las coronas de Castilla y Aragón en el siglo XV y el gobierno de la Monarquía hispánica de los Habsburgo. Podemos referirnos al intento de establecer un Estado homogéneo en “las Españas” ya desde mediados del siglo XVII con Olivares -una de cuyas consecuencias sería la secesión de Portugal-, política que continuaría y se reforzaría con el advenimiento de la dinastía borbónica. Dicho intento homogeneizador pareció lograr sus objetivos en el siglo XVIII, al menos en los territorios de la antigua Corona de Castilla, pero la invasión francesa y las guerras civiles de los siglos XIX y XX, con la aparición del profundo componente foralista del carlismo que derivó hacia el nacionalismo, dieron fe de la necesidad de edificar la nación adaptando su organización a la realidad de los pueblos que la componían y dando salida política a las tendencias centrífugas presentes entre nosotros desde el siglo XIX en forma de foralismo, federalismo, regionalismo y nacionalismo (Lázaro, 1984, y Puelles Benítez, 2012).
La Constitución de 1931 intentó dar salida al laberinto del autogobierno regional a través de su artículo 8º, en el que se establecía la existencia de regiones autónomas a través de un proceso en el que debían confluir la iniciativa municipal, una mayoría cualificada del electorado y la aprobación de las Cortes. Así se promulgó el Estatuto catalán por ley de 15 de septiembre de 1932 y, más tarde, en plena Guerra Civil, el Estatuto vasco por ley de 4 de octubre de 1936. El Estatuto gallego solo tuvo tiempo de ser plebiscitado el 28 de junio de 1936.
La llegada del Nuevo Estado, con la derrota de la República, el final de la Guerra Civil y la legitimación internacional del franquismo supondrá un paso atrás en la solución política de la cuestión regional. Las regiones quedan reducidas a un elemento cultural o folclórico con la significativa excepción del otorgamiento de régimen foral y un concierto económico a las provincias “leales” de Álava y Navarra, cuyas diputaciones forales, sin embargo, nunca tuvieron otra autonomía que la financiera frente al Estado.
Será el final del franquismo el que posibilite la recreación de España en los términos a los que nos hemos referido: una democracia avanzada en lo político y un Estado autonómico en lo territorial.
1. La cuestión autonómica en la etapa preconstitucional: ¿elogio de la casualidad?
Ya desde los primeros momentos de la Transición aparecen, en los documentos políticos de algunos partidos e instituciones de oposición al franquismo, variadas menciones referidas al “carácter multinacional de Estado español”. Así, el Partido Comunista de España se refería a “la libre unión de todos los pueblos de España en una República Federal”. Coordinación Democrática aludía a “las distintas nacionalidades y regiones del Estado español” e incluso el PSOE Renovado manifestaba claramente sus preferencias por una “República Federal de las nacionalidades que integran el Estado español” (Powell, 2001, p. 19-20). Al mismo tiempo, los que desde el Régimen propugnaban la reforma del franquismo más que una ruptura revolucionaria y rechazaban de plano el restablecimiento de los estatutos de autonomía aprobados durante la Segunda República, no ofrecían ninguna alternativa viable que pudiera resolver la cuestión regional. Según Pelaz (2011)
La construcción del Estado de las autonomías ha sido probablemente la cuestión más compleja con la que ha tenido que enfrentarse la democracia española nacida de la Constitución de 1978. [...] en España el proceso de instauración de la democracia que arrancó en 1975 vino acompañado por una descentralización política y administrativa, sin comparación en la Europa contemporánea. (p. 43)
Con la llegada de Adolfo Suárez a la presidencia del Gobierno la prioridad natural fue la reforma política, que culminó a los cinco meses, en una primera fase, con el referéndum sobre la ley para la Reforma Política, en diciembre de 1976, lo que dejó por un tiempo en segundo plano la cuestión territorial. La segunda fase de la reforma, la convocatoria de elecciones generales en 1977, alteró de nuevo las prioridades y la cuestión regional quedó en suspenso hasta que se celebraron los comicios.
Ni en el gobierno ni en la oposición democrática existía un diseño de futuro que pudiera organizar territorialmente la nación dando respuesta a las tensiones regionales. Sin embargo, ya se habían dado algunos pasos. Por parte de Suárez se había aceptado en 1976 abrir una vía de comunicación con Josep Tarradellas, presidente de la Generalitat catalana en el exilio. Según Powell (2001, p. 24), “Tarradellas no exigía la restauración del Estatuto de 1932, sino el restablecimiento de la Generalitat, a cambio de lo cual estaba dispuesto a reconocer públicamente a la monarquía”. En todo caso, la relación de Tarradellas, tanto con el gobierno Suárez como con la clase política catalana, dependió más de la coyuntura política y de la búsqueda de espacios de poder que de una verdadera intención de restablecer provisionalmente la Generalitat en las mismas condiciones que cuando fue disuelta en 1938. En ese restablecimiento hubo cesiones mutuas, aceptando Tarradellas la legalidad surgida de la ley de Reforma Política, el uso de la Ley de Bases de Régimen Local y la derogación de la ley de 1938 que había puesto fin al Estatuto de 1932, mientras que el Gobierno admitía el enlace histórico entre la Generalitat restaurada y la del Estatut de 1932.
El caso del País Vasco era más complicado y, según Powell (2001, p. 23, nota 5), Suárez “no entiende el problema del País Vasco. Piensa que al hablarle de la restitución de los derechos económicos forales, por mi boca se exponen viejas ideas tradicionalistas y que defiendo a los capitalistas vascos que no quieren pagar impuestos”. A este factor se unieron la posición del presidente del Gobierno vasco en el exilio, la propia complejidad de la política vasca y la existencia de una organización terrorista que impedía de facto la normalidad democrática, lo que imposibilitó un proceso de restitución similar al catalán.
Así las cosas, una vez constituidas las asambleas de parlamentarios en Cataluña y el País Vasco, otras regiones de España no tardaron en emularlas, con Galicia y Andalucía a la cabeza. Siguieron su ejemplo la mayor parte de las regiones que llegarían a ser más tarde Comunidades Autónomas, en un proceso de creación de entes preautonómicos que se generalizó a lo largo de 1978 y que posiblemente predeterminó tanto el debate constitucional como la redacción de la Carta Magna, pues los regímenes preautonómicos ya estaban generalizados cuando se aprobó la ley de leyes y la propia existencia y el funcionamiento de esos entes políticos -y no a la inversa- determinaron el contenido de algunos de los preceptos constitucionales del Título VIII. Aja (1999) señala que la formación de las preautonomías tuvo tres notorios efectos sobre la configuración definitiva del Estado autonómico:
Su primera consecuencia fue, sin duda, la clarificación del ‘mapa’ de las futuras CCAA. […] la organización de las provincias en CCAA se realizó de forma consensuada entre el gobierno y los representantes de la futura autonomía, porque eran los propios diputados y senadores elegidos por cada provincia los que formaban la Asamblea de Parlamentarios, antes de que el gobierno procediera a la creación de la pre-autonomía. [...]
La segunda consecuencia deriva de la anterior y tiene gran importancia. La práctica generalización de las pre-autonomías implicó, de hecho, que el sistema autonómico se extendiera a todo el territorio y no quedara reducido a algunas regiones, como había ocurrido en la II República [...]. La generalización de la autonomía se produjo, por tanto, por voluntad de los diputados y senadores de las diferentes provincias, antes de que se aprobara la Constitución.
El tercer gran efecto de las pre-autonomías fue su contribución a un proceso pacífico de descentralización política [...] Las autonomías provisionales marcaron igualmente el sistema institucional que se acabaría imponiendo, basado en un Parlamento, un presidente elegido por la Cámara, y un gobierno, dependiente del presidente. También prefiguraron el sistema de traspasos del Estado a las CCAA, mediante Comisiones Mixtas integradas por representantes de la Administración central y de la pre-autonómica, que se generalizó tras la aprobación de los diferentes Estatutos. (p. 49-50).
La educación no se vio afectada por las disposiciones legales emanadas de los entes preautonómicos, dado que no se había producido todavía transferencia alguna. Sin embargo, en las regiones dotadas de lengua propia distinta del castellano se constituyeron ensayos de departamentos de educación, tal como sucedió en Cataluña con la creación en 1977 de la Consellería d'Ensenyament i Cultura de la Generalitat, que trabajará en pro de lo que con el tiempo se llegaría a denominar “normalización lingüística”. Los primeros recursos de aquellos embriones de departamentos de educación se destinaron a actividades más culturales -entendiendo el término en un estricto sentido social- que propiamente educativas.
2. La Constitución de 1978: un modelo abierto y posibilista en lo territorial
La Constitución de 1978 intentó hacer frente al desafío de organizar el Estado de manera que la estructura del mismo se aproximara en lo posible a lo que era la realidad cultural de la nación; en definitiva, aproximar la España oficial a la real, al menos en el entendimiento de la clase política del último cuarto del siglo XX. La regionalización de España ha pasado desde entonces a ser la clave del arco de nuestra convivencia, si bien no la única. Así, en cuanto a la organización territorial del Estado presente en la CE, Leguina (1982) indica que
el modelo de organización autonómica del Estado que la Constitución diseña en su Título VIII ha sido objeto de las más duras críticas doctrinales. Ambiguo, oscuro, equívoco, técnicamente incorrecto, políticamente ecléctico y hasta nefasto son calificativos que se repiten una y otra vez en los estudios dedicados al mismo y también, aunque en menor medida e intensidad, a los primeros Estatutos de Autonomía que lo han desarrollado [...]. No sería razonable negar algún valor a muchas de esas críticas, pero tampoco lo sería seguir insistiendo sesgadamente en las mismas a despecho de los saludables efectos que la Constitución y los Estatutos de Autonomía han producido ya, de consuno, en la organización política de la sociedad española, propiciando una intensa mutación en la estructura del Estado (p. 13-14).
La redacción del Título VIII de la Constitución supuso un doble encaje: el que provenía de la necesidad de dar cabida, según Powell (2001, p. 37), a los pueblos de España “que poseían lenguas y tradiciones políticas y legales propias, que estaban parcialmente representados por fuerzas políticas distintas de las generales, y que habían elaborado Estatutos de autonomía durante la II República” y el que surgía de la necesidad de modernizar un Estado que en aquellos momentos era el más centralizado de Europa, de modo que se sustituyera el unitarismo estatalista por una descentralización que reconociese realidades políticas distintas de la provincia. Esta duplicidad de fines, que entendemos no eran incompatibles entre sí, va a determinar el propio devenir de la Ponencia constitucional y ocasionar fuertes tensiones entre quienes entendían que España era una única nación y los que defendían la plurinacionalidad del Estado.
A esta circunstancia hemos de añadir la inexistencia de un modelo de descentralización del Estado por parte de los dos grandes partidos políticos: ni UCD, sin un proyecto o borrador constitucional propio, ni el PSOE, que promovía en 1974 la utópica e inviable -al menos en 1978- República Federal de las nacionalidades que integran el Estado español. Sin embargo, sí que podemos rastrear la influencia de otros textos constitucionales en la Constitución de 1978, que sigue, en lo que a la organización territorial del Estado se refiere (reparto competencial, estatutos, principio dispositivo y acceso a la autonomía), el modelo de la republicana de 1931 inspirada, a su vez, en la alemana de Weimar de 1919 y en la austríaca de 1920. Según Muñoz Machado (2012, p. 105) estos textos “los tuvo delante el constituyente de 1978. Y también otro, minucioso y de prestigio, como era el de la Ley Fundamental de Bonn de 1949”.
Es necesario evidenciar dos cuestiones que prefiguraron los términos del pacto autonómico constitucional y que a principios del siglo XXI aún no parecen resueltas de manera completa. Según Chaves y Monedero (2003)
La primera se refiere al hecho del reconocimiento explícito e implícito de la existencia de una serie de comunidades que se distinguían del resto del territorio. Su singularidad tenía que ver con la formación histórica de nuestro Estado y el mantenimiento en esa parte del territorio de hechos diferenciales que los acreditaba como diferentes. [...] La segunda cuestión hace mención a que las nacionalidades históricas fueron parte del pacto que construyó el consenso constitucional (p. 98-99).
Esta posibilidad de asimetría constitucional, defendida por uno de los ponentes de la Constitución, Herrero de Miñón, y que incluso era la postura mayoritaria entre los componentes del gobierno de Suárez, pareció prosperar en el primer anteproyecto de la Constitución. Sin embargo, no prosperó y acabó derivando en un sistema de corte federal en el texto original de la Ponencia constitucional, el publicado el 5 de enero de 1978 en el Boletín Oficial de las Cortes, en el que, según Blanco Valdés (2001, p. 167) se diseñó “una única vía para que, en su caso, los territorios que así lo decidiesen accedieran a la autonomía; un único procedimiento de elaboración estatutaria y […] un único sistema de distribución de competencias y una única estructura institucional para todas las Comunidades que pudieran constituirse en el futuro”.
Pero fue modificado ante las críticas recibidas y acabó plasmándose en la fórmula híbrida y abierta contenida en la Constitución, que es la configuración legal al más alto nivel de un modelo que no predeterminaba ninguna solución y a la vez permitía muchas diferentes. Así, según Clavero (1999, p. 42-43) “podían darse hipotéticamente diversas alternativas; desde que no se constituyera ninguna Comunidad Autónoma a que sólo parte del territorio nacional se constituyera en Comunidades Autónomas, quedando el resto con la única capitalidad de Madrid, o que el número de Comunidades Autónomas fuera uno u otro”.
Es enormemente complejo atinar con las causas que motivaron la fórmula constitucional, si bien creemos, con Pérez Díaz (1994, p. 242), al referirse a la formación de los mesogobiernos, que el principal motivo fue el deseo de la clase política nacional, que
creyó que podía fácilmente crear y manipular clases políticas regionales. Al establecer un sistema autonómico general, esperaba reducir la virulencia de las reivindicaciones de catalanes y vascos, contrapesándolas así, no sólo con el centralismo madrileño, sino también con las exigencias, igualmente legítimas, de las otras regiones, cuyas clases políticas regionales podían ser controladas, aparentemente, por los aparatos centrales de los partidos (p. 242).
En palabras de Pelaz (2011, p. 49), estos últimos compases de la etapa constituyente fueron la constatación de que lo que reflejaba el Título VIII de la Constitución no era más que “un punto de partida en un proceso sobre el que se cernían numerosas incertidumbres de futuro. En los años siguientes debería definirse todo aquello que voluntariamente los ponentes constitucionales habían dejado sin definir. La Constitución no determinaba una estructura final del Estado, se limitaba a abrir amplias posibilidades descentralizadoras”.
Las críticas a este modelo tan abierto de organización del Estado han sido muchas, destacando lo improvisado de su elaboración y la ausencia de un modelo final hacia el cual orientarse, además de su bajo nivel de técnica jurídica. En palabras extraordinariamente críticas de Muñoz Machado (2012, p. 19-20), “el Título VIII de la Constitución, que ha dado lugar a la organización del sistema autonómico, es un desastre sin paliativos, un complejo de normas muy defectuosas técnicamente, que se juntaron en dicho texto sin mediar ningún estudio previo ni una reflexión adecuada sobre las consecuencias de su aplicación”. Sin embargo, quizás no se haya hecho suficiente hincapié en que precisamente han sido esos posibles defectos los que se han transformado, a la postre, en virtudes, permitiendo más de cuatro décadas de convivencia pacífica entre los españoles.
En la conformación del Estado autonómico han tenido un papel fundamental las Sentencias del Tribunal Constitucional que, sustancialmente en los Fundamentos jurídicos de las mismas, de carácter más bien puntualizador o aclaratorio, han venido sentando doctrina sobre la ordenación del proceso. Cruz Villalón (1991, p. 3339) indica que “en esa ordenación llama la atención una ausencia: lo que podríamos llamar, con expresión del propio TC, la doctrina ‘reflexiva’ sobre esta materia, es decir, su doctrina sobre los diversos procesos constitucionales a través de los cuales el TC asegura la primacía de la Constitución”. De la misma forma, el autor comenta, con un tono crítico, que en las sentencias del TC, la Constitución Española
que un año antes sólo ‘prefiguraba’ ahora resulta que ‘implanta’ un determinado modelo de organización territorial del Estado. Esta aparente contradicción puede encontrar una explicación en el hecho de que, si bien a su entrada en vigor el texto constitucional no apuntaba, de forma definida, hacia un modelo de Estado, conforme avanzaba el ‘proceso autonómico’ diseñado en la propia Constitución, el carácter, en cierto modo irreversible de cada paso dado en el proceso, hacía que pudiera hablarse ya, o en todo caso a partir de 1983, de un modelo ‘implantado’ en cuanto que garantizado por la Constitución (p. 3343).
La Constitución de 1978 significó un giro copernicano en la organización del Estado, tal como venía entendiéndose en los últimos dos siglos, con el breve paréntesis de la Segunda República, pues de un Estado con voluntad homogeneizadora se pasaba, en apenas año y medio -el transcurrido desde las elecciones generales del 15 de junio de 1977 hasta el referéndum constitucional del 6 de diciembre de 1978- a otro que se fundamentaba tanto en el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones como en la indisoluble unidad de la nación.
Sin embargo, a nuestro juicio es preciso hacer una crítica de raíz a todo este título VIII de la CE. Cruz Villalón (1981, p. 59) indica que si un jurista persa –como tal vez lo eran Usbek o Rica, los protagonistas de las Lettres persanes de Montesquieu- quisiera conocer la naturaleza del Estado exclusivamente a través de la lectura de la Constitución, podría llegar a la curiosa –y sin embargo perfectamente lógica conclusión- de que la estructura territorial de España no está regulada en su Carta Magna. La CE contiene casi todos los elementos que permiten llegar a la comprensión jurídico-política de la nación, excepto su estructura territorial. Así, Ruipérez (2002) indica que el jurista persa de Cruz Villalón
podría averiguar que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1 C.E.), que su forma de gobierno es la monarquía, que su sistema de gobierno es el parlamentario, etc. Sin embargo, lo que nuestro interesado jurista persa no lograría conocer es cuál es la forma del Estado en cuanto a la distribución, territorial y funcional, del poder político. Y no es que el persa esté especialmente poco dotado para el análisis constitucional. Lo que sucede, por el contrario, es que al actuar tan sólo con la interpretación literal del Texto Constitucional, no lo puede averiguar. Que esto sea de este modo, se explica por cuanto la forma territorial del Estado no se encuentra expresamente consignada en el Código Jurídico-Político Fundamental. Para Cruz Villalón, no cabe duda de que “nuestra Constitución ha operado una desconstitucionalización de la estructura del Estado. En efecto, se trata de una Constitución que permite, sin sufrir modificación formal alguna, lo mismo un Estado unitario y centralizado, que un Estado sustancialmente federal, que, incluso, fenómenos que rebasan los límites del Estado federal para recordar fórmulas confederales. Nuestro hombre [el jurista persa] puede, pues, afirmar, con absoluto rigor, que este país carece de Constitución en un aspecto tan fundamental como es el de la estructura del Estado” (p. 674).
Siendo correcta en lo fundamental, a nuestro juicio, esta afirmación, pues la CE no contiene el diseño de un modelo acabado de Estado ni en cuanto a su estructura territorial, ni en lo que respecta a la distribución competencial entre el Bundesstaat y los Länder -more Estado y Comunidades Autónomas-, entendemos que la tesis de la desconstitucionalización del Estado no es completamente cierta, pues la propia Constitución incluye, si bien con lamentable fortuna técnica, el mecanismo de perfeccionamiento del modelo a través de la aprobación de los estatutos de autonomía, es decir, que los procesos estatuyentes son continuidad y perfeccionamiento del proceso constituyente.
Entendemos, por tanto, que el proceso de recreación del Estado, que venimos denominando “invención de España”, parece haberse encontrado entre las intenciones de los ponentes constitucionales a la luz de los debates y del texto de 1978. La clase política que pilotó la Transición, tras dar origen a la Constitución de 1978, una vez finalizado lo que podemos denominar “procedimiento constituyente de primer grado”, puso en marcha, según Calvo-Sotelo (2011),
una serie de ‘procedimientos constituyentes de segundo grado', subordinados sin duda a la Constitución, pero cuyos resultados se iban a producir más allá del haz de luz proyectado por el faro constitucional. Expresado de forma menos retórica, cuestiones muy importantes de la organización territorial del Estado no quedaban sometidas a las previsiones constitucionales […] y es que, por hipótesis, el poder constituyente no podía prever lo que quedaba entregado a la decisión de otros sujetos políticos, que además todavía no existían al promulgarse la Constitución (p. 85-86).
Lo que los ponentes constitucionales no pudieron prever, en modo alguno, fue la evolución del Estado autonómico, que dependió claramente de dos vías: una, como hemos visto, formada por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional como garante del pacto autonómico constituyente, y otra, la prolongación -aunque no lineal, sino con altibajos- del consenso constitucional, al menos entre los partidos mayoritarios en el ámbito nacional: UCD y PSOE primero y, tras la disgregación de aquélla, PSOE y Partido Popular (PP), al menos hasta agosto de 2003, cuando el PSOE (2003) definió su nueva política autonómica, ya al margen de posibles acuerdos con el PP.
3. Los estatutos de autonomía y el principio dispositivo: la huella republicana en la Constitución de 1978.
Es preciso detenerse en este punto para hacer una reflexión sobre dos de los elementos sustentantes del Estado autonómico que suponen una peculiaridad política española: uno es la propia existencia de los estatutos de autonomía; el segundo es el principio dispositivo. Ambos conceptos están íntimamente entrelazados, siendo dependiente el segundo del primero, pues es en los estatutos donde cristaliza el principio dispositivo, muy relacionado jurídicamente con otro concepto: el derecho de autodeterminación.
La noción de estatuto de autonomía aparece por primera vez en el panorama político español en agosto de 1930 cuando, en el marco del Pacto de San Sebastián, se acordó resolver la cuestión catalana a partir de un Estatuto o Constitución autónoma para Cataluña. Dicho Estatuto fue redactado por una comisión reunida en junio de 1931 en el santuario mariano de Núria, plebiscitado el 2 de agosto y, finalmente, presentado en las Cortes de la Segunda República el 18 de agosto de 1931. Mientras tanto se estaban sucediendo los debates constitucionales, que no concluyeron hasta diciembre de dicho año, por lo que el Estatuto fue una norma preconstitucional y condicionó claramente la regulación de la organización territorial de la Segunda República. La Constitución de 1931 hubo de aceptar por motivos políticos el encaje legal del Estatuto en su articulado, si bien de manera que se renunció en la misma a regular, con la profundidad y la extensión que el tema requería, el régimen de las regiones autónomas.
Es notorio que los constituyentes de 1978 buscaron herramientas políticas en la historia reciente de España para localizar antecedentes jurídicos que les permitieran articular en el texto constitucional el ejercicio del autogobierno de aquellas regiones que hasta entonces habían manifestado esa voluntad. Así, tomaron de la constitución de la Segunda República un instrumento legal que no estaba presente en ningún sistema descentralizado del mundo: el estatuto de autonomía.
Este instrumento tiene un doble carácter legal: por un lado, es la Lex superior de una Comunidad Autónoma, porque el acto de aprobación del estatuto es el que marca el nacimiento jurídico de cada Comunidad Autónoma. Pero, además, es una norma subordinada a la Constitución. Es este ajuste a la Constitución, pero no a otras leyes del Estado, lo que le da un carácter doble, de ley del Estado y de norma básica de la Comunidad Autónoma, lo que es una singularidad jurídica no especialmente comprensible fuera de nuestras fronteras. Así, un estatuto de autonomía ocupa una posición jurídica intermedia entre la Constitución y el resto de las leyes del Estado.
En cuanto al origen del principio dispositivo, debemos señalar que es una reconducción constitucional del derecho de autodeterminación. Tal derecho (Muñoz Machado, 2012, p. 39-40) “se despojó de algunos de sus atributos y se convirtió en el principio dispositivo, más domesticado constitucionalmente, cuya invocación y empleo permite a cualquier territorio del Estado, que reúne unas mínimas características que la Constitución define, establecer las bases del régimen autónomo de su organización y funcionamiento”.
Pero es en la generalización del principio dispositivo donde se hallaron los primeros problemas de organización del Estado, pues dejaba en manos de las fuerzas políticas locales la conformación del mapa autonómico. Solamente el deseo de emulación del modelo catalán -pues el modelo vasco se basaba en otras premisas, entre las que ocupaba un destacado lugar el foralismo decimonónico- ha acabado conduciendo hacia el uniformismo, corrigiendo la posible desigualdad entre las regiones. En cualquier caso, el principio dispositivo que se puso en marcha en 1979 agotó toda su fuerza en aquel momento y dejó de marcar el tempo y los modos de organizar el Estado autonómico en 1981. Desde entonces ha sido el Tribunal Constitucional el que ha ido depurando las categorías jurídicas contenidas tanto en los estatutos de autonomía como en las leyes de las Comunidades Autónomas, pudiendo afirmarse que, incluso con la reforma de los estatutos de autonomía en la primera década del siglo XXI, la Constitución ya no ofrece margen alguno a una posible ampliación competencial a las Comunidades Autónomas.
4. El proceso autonómico y la generalización de los estatutos de autonomía
Nada más promulgarse la Constitución daba comienzo un proceso complejo de conformación del Estado. Este proceso fue coincidente con dos acontecimientos políticos de primer orden: el inicio de la desintegración del partido en el poder, la UCD, y la emergencia del PSOE como clara alternativa de gobierno. Al tiempo, el PSOE hubo de superar una fuerte crisis de identidad, por el propósito de Felipe González, su secretario general, de abandonar la definición de partido marxista. Ambas cuestiones, en particular la primera, determinaron profundamente los diferentes procesos estatuyentes, en particular en los casos de Galicia y Andalucía.
El desarrollo del proceso autonómico ha sido todo menos lineal. Fueron los pactos autonómicos de 1981 (y posteriormente los de 1992 y 2000), y no la Constitución, los que han elaborado la configuración del régimen autonómico. El resultado ha sido igualitario en cuanto a organización territorial y en cuanto a la estructura del poder político en cada una de las Comunidades Autónomas (presidencia, asamblea legislativa y tribunal superior de justicia), abandonándose el modelo diferencial que diseñaba la Constitución española en sus artículos 143 y 151, además de lo que recoge la disposición adicional primera en lo que se refiere a los derechos históricos. De la Quadra-Salcedo (2014) aclara la cuestión al señalar que
Los constituyentes, no obstante, sin imponer modelo alguno (principio dispositivo), se inclinaron claramente por un tratamiento diferenciado de algunas comunidades respecto de otras. Ello es claro en el caso del País Vasco y Navarra, para los que se dedicó una disposición adicional primera de la Constitución que implicaba ya, por sí misma, la primera singularidad. La segunda, sin duda, se hizo pensando en Cataluña, cuyos representantes más conspicuos no demandaron nunca un modelo como el de los territorios históricos, y se encontraron cómodos a través del sistema de establecer dos niveles competenciales, el segundo de los cuales (el más elevado) no era fácilmente accesible a los demás territorios (p. 43).
Si intentamos definir algunas categorías explicativas que ilustren la relativa homogeneidad en el resultado final del proceso autonómico, encontramos que la homogeneidad es también un rasgo de nuestra historia política reciente, tanto como la diferencia; que hay un sustento jurídico y jurídico para ello, y que la voluntad de la mayor parte de las fuerzas políticas de entonces fue homogeneizar.
En primer lugar, constatamos que la uniformidad ya se dio en alguna otra circunstancia similar de nuestra historia política contemporánea como cuando se formuló, por ejemplo, la tesis de reforma de la estructura provincial de Javier de Burgos en el siglo XIX. Estos rasgos de homogeneidad también pueden encontrarse en el nominalismo descentralizador de principios del siglo XX y en las tesis del catalanismo político (Herrero de Miñón, 1998), que fue más federalista que nacionalista al principio de su historia.
Una segunda categoría tiene que ver con la contribución de algunas ideas jurídico-políticas al diseño y desarrollo del proceso autonómico, cristalizando en un notable espíritu de geometría, (Herrero de Miñón, 1998, p. 52-64) determinado poderosamente por “un filósofo -Ortega y Gasset-, un jurista -García de Enterría- y un politólogo -García Pelayo-”. Ortega, influido por la racionalización del federalismo que intentaría la Alemania de Weimar, y en defensa del principio de soberanía nacional, defendía la generalización de autonomías territoriales como una forma de diluir las tensiones suscitadas por las reivindicaciones catalanas. Asimismo, la influencia de García de Enterría sobre los líderes políticos de la transición y sobre la doctrina del Tribunal Constitucional supuso la opción por la homogeneización y generalización del régimen de autonomías en España, en particular a partir de su informe técnico, que fue el origen del pacto autonómico de 1981. Por último, las tesis de García Pelayo identificando los derechos históricos como una legitimación irracional impropia de la modernidad, impidieron dar un trato diferencial a comunidades como Cataluña, Galicia y, sobre todo, el País Vasco (aunque no así a Navarra). Creemos que dicho trato diferencial hubiera servido para resolver el problema de la integración nacional de España más adecuadamente que una estructura territorial homogénea que es fruto de los pactos autonómicos más que de la Constitución.
La tercera categoría sería la conformada por las actitudes de las fuerzas políticas de aquel entonces. Así, los catalanistas, al ver rechazado por el gobierno central el proyecto de reconocimiento de su singularidad, fueron favorables a la generalización, perjudicando tanto al PNV como a una parte de su propio sentir nacionalista. Los conceptos de “pacto con la Corona” y de “reanudación del tracto foral”, es decir, la vía paccionada propuesta por los nacionalistas vascos se encontró con la oposición frontal de UCD y del PSOE. Las fuerzas de izquierda optaron en su discurso por un federalismo generalizado, abandonando el modelo diferencial, fascinadas tal vez por el concepto de federalismo aplicado en la Unión Soviética y optando por la utilización polémica de la generalización autonómica con el fin de ganar cuotas de poder y de promocionar a sus élites políticas regionales. Las opciones de centro y derecha presentaban un panorama algo más complejo, pues mientras que el centrismo mantenía la postura política de defender la generalización de las preautonomías y la asimetría autonómica, ningún político de los sectores situados más a la derecha de UCD planteó la opción de un fuerte Estado central, probablemente por marcar distancias con el franquismo, origen político de algunos líderes de esa derecha. En definitiva, la opción del centro-derecha era claramente generalizadora, probablemente para enraizar el nuevo sistema político de la naciente democracia española y para diluir las reivindicaciones autonómicas de algunas regiones al generalizarlas a todas, además de para huir del fantasma del Estado federal, icono de la izquierda en aquel momento.
No es posible estudiar este proceso sin señalar en el mismo al menos dos etapas en el sinuoso camino recorrido. La primera viene marcada por el acceso a la autonomía de las Comunidades del art. 151 CE, siendo la segunda etapa la de armonización del proceso autonómico, de la mano de la Comisión de Expertos y de los Acuerdos autonómicos de 1981 entre la UCD y el PSOE.
4.1. La primera fase del proceso autonómico: País Vasco, Cataluña, Galicia y … Andalucía.
Los constituyentes entendieron que los requisitos para acceder al rango de Comunidad Autónoma podían ser diferentes en aquellos territorios que en el pasado habían plebiscitado afirmativamente proyectos de autonomía –como eran los casos de Cataluña, el País Vasco y Galicia durante la Segunda República- que en el resto de la nación, dejando además la puerta abierta a que alguna de las demás regiones, a través del art. 151 CE pudiera ser reconocida Comunidad Autónoma en las mismas condiciones que aquellas.
En marzo de 1979, tras la celebración de las primeras elecciones constitucionales, el gobierno procedió a iniciar la negociación de los estatutos de autonomía vasco y catalán, cuyos borradores habían sido preparados por las asambleas respectivas durante la tramitación de la Constitución. El procedimiento, plenamente constitucional, si bien basado no en el articulado sino en la disposición transitoria segunda CE, se reveló poco operativo. Se basaba en buscar el acuerdo negociado sobre el proyecto de estatuto presentado por una delegación de la asamblea de parlamentarios proponente, que defendía los intereses regionales, y la comisión constitucional del Congreso de los Diputados, con presencia mayoritaria de UCD, que era identificaba automáticamente con el centralismo. En todo caso, y con las particularidades atribuibles a la diferente realidad política del País Vasco y Cataluña, ambos estatutos de autonomía fueron aprobados por el Congreso de los Diputados y sometidos a referéndum en el mismo año de 1979. En contra de lo previsto por los partidos nacionalistas, debemos constatar la escasa participación ciudadana en las consultas convocadas (apenas llegó al 60% del censo, si bien en Cataluña el llamamiento a las urnas fue unánime y en el País Vasco la izquierda independentista promovió la abstención). Posteriormente fueron convocadas sendas elecciones autonómicas y quedaron constituidos los parlamentos vasco y catalán.
El presidente Suárez había encargado a Rodolfo Martín Villa un informe sobre el Estado de las autonomías que sirvió para que, en enero de 1980, el comité ejecutivo nacional de UCD acordase reconducir el resto de los estatutos por la vía del art. 143 CE. La tercera comunidad a la que, sin nombrarla, la Constitución podía aplicar lo preceptuado en la disposición transitoria segunda era Galicia. La situación, paradójicamente, parecía más simple. El gobierno Suárez, fiado de la nula conflictividad social sobre el tema estatutario en la región, quiso condicionar las competencias de Galicia a lo que denominaron “cláusula competencial”, que subordinaría las competencias del Estatuto gallego a la aprobación de leyes estatales. Tal idea “aconstitucional” se abandonó un año más tarde y el Estatuto de Autonomía de Galicia se aprobó en 1981.
Por último, ya desde el año 1979 y mientras se discutía el Estatuto de Galicia, los ayuntamientos y los parlamentarios andaluces promovían a través del Pacto de Antequera la vía del art. 151 CE para acceder a la autonomía con el máximo nivel competencial. Tras un enorme conflicto en la UCD, parte de la cual se apartó del partido en Andalucía en desacuerdo por la postura abstencionista de la formación política en el referéndum andaluz, y de tensas negociaciones con el PSOE en torno a un acuerdo global con el gobierno sobre el resto de las regiones, se aplicó lo preceptuado en el art. 151 CE y se aprobó el Estatuto de Andalucía. Dicha aprobación (Aja, 1999, p. 61) “significó la extensión del máximo nivel competencial a una Comunidad diferente de las incluidas en la Disposición Transitoria Segunda de la Constitución (País Vasco, Cataluña y Galicia) y, por tanto, la imposibilidad de una distinción cualitativa entre las CCAA llamadas ‘históricas’ y las demás”. Lo sucedido en Galicia y Andalucía, donde la bisoñez democrática de algunos partidos hizo que se utilizara en ocasiones el proceso autonómico como una forma de erosionar el poder ostentado por el adversario político, no fue más que la constatación de la falta de perspectiva y el cortoplacismo de las élites regionales y, a veces, de los responsables nacionales de los grandes partidos.
4.2. La segunda fase: la armonización autonómica y las Comunidades del art. 143
El punto de inflexión de todo el proceso se da en el año 1981. Una explicación simple podría atribuir todo lo sucedido en materia autonómica, durante el gobierno de Calvo-Sotelo, a un efecto colateral de la intentona golpista del 23 de febrero. Sin despreciar de modo absoluto esta posibilidad, no tanto en su origen como en su desarrollo, entendemos que no se ajusta a la realidad, a fuer de que el relato que viene siendo aceptado comúnmente parezca épico y plausible…, eppur mendaz.
La realidad será mucho más prosaica. Ya desde finales de 1979, casi promulgados los estatutos vasco y catalán, y con las circunstancias de todos conocidas con respecto a los estatutos gallego y andaluz, tiene lugar, desde el partido gobernante, una clara toma de postura a favor de lo que se denominaría más tarde “armonización del proceso”. Dicha toma de postura la ejemplificamos en tres circunstancias (Calvo-Sotelo, 2011, p. 87): unas expresivas declaraciones del secretario general de UCD, Rafael Arias Salgado, en noviembre de 1979, en pro de la racionalización del proceso autonómico, la anteriormente citada decisión del comité ejecutivo nacional de UCD en el sentido de optar por el art. 143 CE para las restantes iniciativas autonómicas, y - lo más importante, por reflejar en sede parlamentaria las intenciones políticas del gobierno- el discurso de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo el 19 de febrero de 1981 en el sentido de realizar la construcción autonómica con rigor.
La dimisión de Adolfo Suárez, no completamente aclarada hasta hoy, se produce en un momento de clara inestabilidad política y de inquietud social. El intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 tuvo lugar justamente durante la sesión de investidura del candidato centrista, aunque ya vemos que es el mismo Calvo-Sotelo el que señala con toda claridad (1990, p. 104) que “se sigue diciendo con ligereza que la política autonómica de mi Gobierno fue una cesión a los golpistas o, al menos, un corolario del golpe militar. Y eso no es exacto. Acertada o no, la política que condujo a los Pactos Autonómicos de julio de 1981, y a la LOAPA entre ellos, fue una decisión mía que se anunció en el discurso de investidura cinco días antes del 23 F.”. A través de la puesta en marcha de las intenciones señaladas en su discurso de investidura, en 1981 se producen dos hechos que van a marcar el desarrollo del proceso autonómico: los Informes de la Comisión Enterría y los Acuerdos Autonómicos de 31 de julio entre el Gobierno y el PSOE.
El desarrollo del Estado autonómico en los años ochenta del siglo XX revela un funcionamiento completamente normalizado, afirmación que cobra todo su valor si pensamos que en esta época se suceden profundos cambios legislativos en la mayor parte de los ámbitos de la Administración y se produce la incorporación de España a la OTAN y a las Comunidades Europeas. Acaso el tono disonante lo pongan los conflictos de competencias planteados ante el Tribunal Constitucional, provenientes en su mayoría de Cataluña y del País Vasco, lo que no quiere indicar más que la existencia del desacuerdo, pero que pone en evidencia la inexistencia de órganos o foros de discusión políticos donde llegar al consenso sin sobrecargar al Tribunal Constitucional, judicializando lo que podría haber sido objeto de acuerdo previo.
La configuración que mostraba el Estado autonómico al final de esta fase, que concluyó en 1983, era de diecisiete Comunidades Autónomas con dos niveles competenciales. Uno, compuesto por las del art. 151 CE más la Comunidad Foral de Navarra, la Comunidad Valenciana y Canarias. Otro constituido por las restantes Comunidades Autónomas que, para acceder a un mayor nivel competencial, tendrían que esperar al menos cinco años, aunque gestionaban prácticamente las mismas competencias que las del primer bloque, si exceptuamos sanidad y educación.
5. La homogeneidad del Estado autonómico: la equiparación competencial
Parece evidente, en los años inmediatamente anteriores y posteriores a la Constitución, la existencia en la clase política de “una costumbre constitucional, entonces incipiente, pero ya poderosa, y con arreglo a la cual los grandes temas del Estado de las autonomías debían pactarse por los dos partidos mayoritarios.” (Calvo-Sotelo, 2012, p. 89). Esta tradición de pacto, de consenso y acuerdos de Estado, cuya pista podemos seguir en el devenir democrático durante, al menos, los primeros cinco lustros de aplicación de la Constitución de 1978, se puso nuevamente en práctica una vez que transcurrieron, en el año 1992, los cinco años que el art. 148 CE daba como mínimo de plazo a las Comunidades que accedieron a la autonomía a través del art. 143 CE para recibir nuevas competencias, principalmente -aunque no sólo- las de educación.
El proceso lo suscitó el Estado, según indica Embid Irujo (1999), una vez que la principal prioridad educativa del gobierno, la reforma educativa de la LOGSE, se hubo puesto en marcha.
No fue sino hasta febrero de 1992, y en el marco de los Pactos Autonómicos suscritos entre el gobierno, el PSOE, y el primer partido de la oposición, el PP, cuando cambiaron las circunstancias, tanto en el ámbito de la enseñanza como en lo que concierne a la gestión de un buen paquete de competencias. En aquel momento, se pactó el desarrollo de una ley orgánica que supondría la transferencia de una serie de competencias, entre ellas las educativas, y que vendría inmediatamente seguida de la reforma de los distintos Estatutos de Autonomía, para incorporar a ellos las nuevas competencias.
El procedimiento imaginado era ciertamente complejo y, desde algún punto de vista, podía ser juzgado, incluso, como antiautonomista, pues el desarrollo de la mencionada ley orgánica significaba que era el Estado el encargado de llevar por completo la iniciativa y el responsable de la conducción de todo el proceso de redacción del título competencial del que dependería la posterior transferencia. Sin embargo, no hay que olvidar que las experiencias, algunas bien amargas, de transferencias anteriores, aconsejaban una conducción centralizada del citado proceso, para poder llevar a cabo las transferencias por bloques homogéneos, posibilitando así, al mismo tiempo, la necesaria adaptación y reforma de las estructuras del Estado (p. 51).
Los Acuerdos Autonómicos de 28 de febrero de 1992, firmados entre el gobierno socialista de Felipe González y -desaparecida ya UCD- el Partido Popular de José María Aznar, actualizan y reiteran en su preámbulo una idea fundamental que, todavía en el año 1992, recuerda el pacto constituyente de 1978 aunque los actores hayan variado: “no estando establecida directamente en el Título VIII de la Constitución una estructura territorial concreta de Estado, su desarrollo se ha concebido siempre como una cuestión que afecta a la esencia misma del Estado y que, por tanto, debía ser objeto de un consenso fundamental entre las diversas fuerzas políticas” (p. 19). Los acuerdos serán, además, la vía por la que se generalice el traspaso de competencias educativas a todas las Comunidades Autónomas.
El texto de los Acuerdos constata que hay un déficit de funcionamiento del Estado autonómico, que los mecanismos de coordinación entre administraciones no son efectivos y que es conveniente un cierre del Estado autonómico. También aparece un principio, el de no discriminación entre territorios, que no se contemplaba en el Título VIII y que, a nuestro juicio, sí que altera el espíritu de reconocimiento de hechos diferenciales que está contemplado en el articulado y disposiciones transitorias de la Constitución. En lo educativo se incluye entre las materias objeto de ampliación de competencias el “desarrollo legislativo y ejecución de la enseñanza”, enunciación que se distancia conceptualmente de aquella “competencia plena en la regulación y administración de la enseñanza” recogida en el primer estatuto de Autonomía de Cataluña de 1979. Aunque la referencia de los primeros estatutos de autonomía a las competencias “plenas” y de los de segunda época a competencias “de desarrollo y ejecución” es más formal que jurídica y en la práctica no presenta ninguna diferencia, supone un sustantivo cambio teórico (como años más tarde ha supuesto un cambio similar la inclusión del término “nación” -constitucionalmente admisible, aunque sin eficacia jurídica alguna, tras la STC 31/2010- en el preámbulo del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006).
Los Acuerdos, por una parte, ordenarán y racionalizarán el proceso de ampliación competencial y establecerán mecanismos de coordinación como las Conferencias Sectoriales. Por otra, sin embargo, van a provocar un efecto de “huida hacia adelante”, no sólo entre las Comunidades que creyeron lesionados sus hechos diferenciales con esta generalización competencial -como fueron Cataluña y País Vasco en particular-, sino también entre otras Comunidades que decidieron reformar sus estatutos aprovechando la obligada reforma que planteaba la ley orgánica de 23 de diciembre de 1992 para -como Aragón y Canarias- otorgarse el carácter de “nacionalidad”.
Los Acuerdos supondrán la reforma, a lo largo de 1994, de los estatutos de autonomía de las Comunidades Autónomas afectadas, lo que aceleró el proceso autonómico, influyendo sobremanera en esta aceleración la pérdida de la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados por parte del PSOE y la necesidad consiguiente de contar con pactos de gobierno cuyo primer interlocutor fue la minoría nacionalista catalana. Más adelante, tras las elecciones de 1996 que ganó en minoría el Partido Popular, se transferirá la enseñanza a las Comunidades que aún no la gestionaban, se ampliará la anterior cesión del 15% del IRPF al 30% para todas las Comunidades Autónomas con la educación transferida y desaparecerá la secular figura del gobernador civil.
A partir del año 1996, y hasta 1999, se producirá una segunda reforma de los estatutos de autonomía, no ya de clase estrictamente competencial, sino más bien de corte institucional, que supondrá de facto el olvido -o la superación- de los Acuerdos autonómicos de 1981 en la línea de suprimir las restricciones que éstos ponían al funcionamiento de los órganos políticos de cada comunidad autónoma.
El final de este proceso ha sido un Estado “caracterizado por una profunda descentralización en todas sus esferas, integrado por parlamentos habituados a legislar y, por tanto, a utilizar la autonomía conferida, con hábitos autonómicos enraizados en la sensibilidad de los ciudadanos, y con una muy notable autonomía financiera de los entes políticos descentralizados” (Embid Irujo, 1999, p. 53). Pero, al mismo tiempo, el Estado autonómico tiene un enorme poder por las competencias constitucionales que le corresponden, que no son delegables ni transferibles.
6. Unas nuevas reglas del juego: la ruptura del pacto autonómico.
Una vez completado política e institucionalmente en 1999 el mapa autonómico parecía que el proceso de construcción del Estado -la invención de España- estaba cerrado. Pero, a la vez que se cerraba, fruto de los acuerdos de 1992, parecía abrirse una fase más en este proceso, cuyos antecedentes hay que buscarlos en lo que denomina Blanco Valdés (2001, p. 188) la “quiebra del sistema de partido dominante”. Tal quiebra convirtió en pieza clave de la gobernabilidad del Estado a los partidos nacionalistas del País Vasco y Cataluña, y va a producir una reclamación basada en “el derecho de sus territorios a obtener un trato diferente del que obtienen los demás y a que se reconozca su singularidad en términos jurídicos y no sólo en el tratamiento de sus hechos diferenciales respectivos” (Blanco Valdés, 2001, p. 190).
La pérdida de la mayoría absoluta por parte del PSOE en 1993 requirió el apoyo de la veintena de diputados de CiU en el Congreso para conseguir la gobernabilidad y, fruto de los pactos de gobierno, se cedió el 15% del IRPF a las Comunidades Autónomas que lo solicitaran, compensando a las menos favorecidas con la creación de un Fondo de Solidaridad. Con la llegada al poder del PP en minoría en 1996 hubieron de firmarse nuevos pactos con los nacionalistas catalanes y vascos, promoviéndose un nuevo sistema de financiación autonómica que suponía la cesión del 30% del IRPF a las Comunidades Autónomas con la educación transferida.
A partir de los Acuerdos Autonómicos de 1992 se hicieron efectivos los traspasos de competencias de educación a las Comunidades Autónomas del art. 143, por lo que parecía que el proceso autonómico ya se había cerrado. Pero, en agosto de 2003, el PSOE había materializado su nueva estrategia en política territorial a partir de un documento sobre “la España plural” que tomó forma en una reunión de los diecinueve líderes regionales socialistas y el secretario general del partido, José Luis Rodríguez Zapatero, en Santillana del Mar, celebrada el 30 de agosto de 2003 (Partido Socialista Obrero Español, 2003):
Entre las propuestas del PSOE sobre su modelo de Estado figuraban la modificación del Senado para convertirlo en una cámara territorial, la reforma de los Estatutos de Autonomía ‘en aquellas Comunidades Autónomas donde el marco jurídico merezca ser perfeccionado', la creación de una cumbre anual de presidentes autonómicos con el jefe del Gobierno y una mayor presencia de las comunidades en las instituciones europeas (p. 11-12).
También, en diciembre de 2003, la firma del Acuerdo para un Gobierno catalanista y de izquierdas en la Generalitat de Catalunya, más conocido como “Pacto del Tinell”, entre el Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC), Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) e Iniciativa per Catalunya Verds - Esquerra Unida i Alternativa (ICV-EUiA), por el que el PSOE se comprometía a no celebrar acuerdos permanentes con el Partido Popular en las Cortes Generales, motivó que el Estado perdiese la iniciativa sobre la organización territorial de España.
En 2004, con la llegada del PSOE al poder tras las elecciones generales celebradas el 14 de marzo, el nuevo gobierno planteó dos tipos de modificaciones en la concepción del Estado autonómico: una reforma constitucional -para modificar el Senado e incluir los nombres de las Comunidades Autónomas en la Constitución- y otra reforma estatutaria. El Partido Popular supeditó su apoyo a dichas reformas a un acuerdo previo entre los dos grandes partidos.
Casi al mismo tiempo, ya en 2005, el Presidente del Gobierno Vasco presentaba en el Congreso de los Diputados su “Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi” y mientras que el Parlamento catalán aprobaba un nuevo Estatuto de Autonomía en 2006 que, en la práctica, consagraba una relación de confederación de Cataluña con el Estado, y la Comunidad Valenciana y Andalucía iniciaban sus procesos de reforma estatutaria con la finalidad de alcanzar el techo del proyecto catalán. Se abría así un proceso que se conoce como “segunda descentralización”, que no afectará al ámbito educativo, pues no había elemento material que descentralizar, pero sí que modificaba con profundidad las reglas de juego autonómico.
El Tribunal Constitucional estableció por STC 31/2010 la interpretación “conforme a la Constitución” de los preceptos del nuevo Estatuto catalán, calificando parte de los contenidos de dicha norma y de las que han seguido su modelo como “parcialmente inaplicables; muchos de sus preceptos son oníricos, compendios de ilusiones políticas, pero irrelevantes jurídicamente” (Muñoz Machado, 2012, p. 51). Sin embargo, muchas de las novedades jurídico-políticas del modelo confederal que establecía el Estatuto catalán de 2006 han establecido una nueva asimetría en el sistema federal español, nacida, no de la heterogeneidad competencial fruto de los hechos diferenciales, que Blanco Valdés (2012, p. 236-237) resume en los regímenes fiscales vasco, navarro y canario, en las lenguas españolas distintas del castellano o en la pervivencia del derecho civil foral o especial en algunas Comunidades Autónomas, lo que motivo simplemente de, sino de la existencia de fuerzas políticas nacionalistas.
Además, un hecho inesperado vino a sumarse a la situación: una brutal crisis económica. Las Administraciones pretendieron afrontarla inicialmente según la más estricta lógica keynesiana: aumentando el gasto público a favor de los sectores más afectados por la misma, pero, al no alcanzar esos objetivos, se optó por la estabilidad financiera y las políticas de restricción del gasto, en la línea de lo que se venía aconsejando desde el “núcleo duro” del Fondo Monetario Internacional (FMI), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y la Unión Europea.
7. La España del siglo XXI: un ejemplo de federalismo objetivo
En el ámbito político general podría afirmarse que el Estado autonómico español es casi un Estado federal, con todas las salvedades que la prudencia nos permita hacer, pero es necesario afirmar con rotundidad que, en lo educativo, España no es un sistema federal, ya que en esos sistemas la educación es competencia de los Estados y no de la Federación, mientras que, constitucionalmente, en España la educación es una competencia compartida entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Blanco Valdés (2012, passim), al estudiar los modelos de Estado federal existentes en el mundo, afirma, al revisar los Estados Unidos de América, Suiza, Canadá, Alemania, Australia, Austria, México, Brasil, Argentina, Rusia, Bélgica o España, señala que en la mayoría de los casos se ha evolucionado desde el federalismo dual al federalismo cooperativo y, además, se ha constatado una dinámica centrípeta marcada por el fortalecimiento de las instituciones centrales. Y afirma rotundamente que esta tendencia tiene dos excepciones: Bélgica y España. En ambos casos la dualidad autogobierno-gobierno compartido se ha escorado hacia el primer elemento, además de que, en España, se da una categoría notable que la hace diferente de las otras federaciones y que sólo se da en nuestro país, en Bélgica y en Canadá: la existencia de nacionalismos interiores.
La importancia de los nacionalismos ha sido de tal calado que ha llegado a impregnar todo el funcionamiento del Estado autonómico o, si se prefiere, de la Federación, de manera que (Blanco Valdés, 2012)
Ciertamente, la persistencia del llamado problema nacional –que no va a ser otro a fin de cuentas que el de la existencia de partidos nacionalistas que reivindican sin tregua una reacomodación del modelo autonómico español con la vista puesta en superarlo antes o después, caminando hacia el confederalismo, primero, y hacia la independencia, con posterioridad- ha complicado, en primer lugar, la gestión política de la cuestión territorial y ha provocado un enorme hartazgo en la opinión pública como consecuencia de una creciente frustración (p. 335).
En España se ha producido desde principios del siglo XXI una conjunción de elementos jurídico-políticos que ha generado un círculo vicioso que está afectando a la pervivencia del sistema constitucional: la existencia de un sistema electoral que impide la aparición de partidos-bisagra de carácter estatal que pudieran colaborar en la gobernabilidad en caso de ausencia de mayorías absolutas; la presencia dominante de partidos nacionalistas que han funcionado como auténticos grupos de presión extractivos a favor de sus territorios y un modelo constitucional permanentemente in fieri gracias al principio dispositivo que favorece las continuas reformas estatutarias.
Así, aunque parece indiscutible justificar la descentralización tanto por reforzar el sistema democrático al aproximar la toma de decisiones al ciudadano, al menos en el ámbito territorial, como por una mera cuestión de eficacia al dejar en manos de órganos administrativos más cercanos la resolución de los problemas, no podemos olvidar, en palabras premonitorias de Puelles Benítez (2001, p. 21), los riesgos que apareja la descentralización mal entendida, “en especial si en las comunidades se exacerba el sentimiento identitario en detrimento de la conciencia común que la historia ha ido sembrando entre los diversos pueblos que integran España”.
8. La cohesión territorial del Estado autonómico
Desde la aprobación de la Constitución y la generalización de las Comunidades Autónomas hemos contemplado cómo han ido surgiendo una serie de deficiencias en el funcionamiento del Estado autonómico. Ciñéndonos al ámbito educativo destacamos dos: el empobrecimiento del Estado autonómico ante la ausencia de relaciones entre los gobiernos de las Comunidades Autónomas y el abuso del bilateralismo en las relaciones entre el Estado y las mismas.
Un Estado fuerte no tiene por qué debilitar las Comunidades Autónomas; más bien al contrario. En el caso de la educación española es una evidencia que la existencia de un excelente sistema educativo nacional redunda en beneficio de todas las Comunidades Autónomas y, a la inversa, el que haya una coherencia básica -con las diferencias lógicas fruto de la distinta ejecución de las competencias educativas- entre los niveles educativos de las Comunidades Autónomas, y que éstos sean buenos, redunda en beneficio de toda la nación. La carencia de relaciones intergubernamentales no es más que una muestra de que no acabamos de entender el elevado nivel de descentralización que tiene nuestra organización territorial.
El abuso de las relaciones bilaterales entre el Estado y las Comunidades Autónomas, parece ser -de facto- una renuncia a la resolución colectiva de problemas comunes. La opción por la generalización del proceso autonómico en vez de por la asimetría quizás esté en la raíz de la bilateralidad, tan cara para determinadas Comunidades Autónomas y tan poco practicada por otras. Las diferencias existentes entre las Comunidades Autónomas en los principales indicadores educativos y la ausencia de un movimiento común de búsqueda de soluciones no es más que un botón de muestra. Entendemos que la preferencia de los gobiernos territoriales por entenderse por separado con el central puede ser una consecuencia del propio proceso autonómico, que provocó que transcurriera un lapso de más de veinte años entre la primera y la última comunidad autónoma en acceder a las competencias educativas. También puede explicarse por el origen del proceso autonómico al querer dar solución a problemas territoriales y lingüísticos presentes en Cataluña y el País Vasco –y, en mucho menor grado, en Galicia, la Comunidad Foral de Navarra, la Comunidad Valenciana y las Islas Baleares-, y ausentes en otros puntos de España.
Un Estado como el que acabamos de categorizar precisa de elementos que lo cohesionen y equilibren. El sistema educativo es uno de ellos, si bien no el único. Pero constatamos que los mecanismos constitucionales de coordinación y cooperación educativas (a los que nos referimos como mecanismos de cohesión territorial del sistema educativo nacional) están diseñados en su mayor parte desde hace ya varios lustros, pero no han alcanzado el funcionamiento óptimo y están, además, infrautilizados. Por ello, más bien podríamos decir que al margen de los mismos, han florecido otros mecanismos que, sin ser ilegales, si podemos denominar “aconstitucionales”. Entre estos mecanismos de relación de las Comunidades Autónomas entre sí y de éstas con el Estado mencionaremos los denominados convenios horizontales-verticales, los planes y programas conjuntos y otros procedimientos mixtos y participados que se han utilizado para las más variadas cuestiones, desde el planteamiento de movilidad de estudiantes ente Comunidades hasta refuerzos educativos de carácter compensatorio o regulación del transporte escolar (Brito, 2011). Su menor entidad no debe hacernos despreciar su importancia, pues la abundancia con la que se han suscrito y aprobado los ha hecho presentes en temas educativos tan sensibles para la ciudadanía española como son la atención a las dificultades de aprendizaje del alumnado, la mejora de resultados escolares o las ayudas para la adquisición de libros de texto.
Pero estos mecanismos menores o, de alguna forma, aconstitucionales, no deben hacernos olvidar que es la CE la que ya prevé -directamente o a través del bloque de constitucionalidad en el que están incluidos los estatutos de autonomía- diversos mecanismos de cohesión territorial que entretejen una serie de relaciones que, a la postre, son la sangre que da vida al cuerpo de la nación. Dichos mecanismos constitucionales son fundamentalmente cuatro: la Conferencia Sectorial de Educación, la Alta Inspección del Estado, el Instituto Nacional de Evaluación Educativa creado por la LOE y el Consejo Escolar del Estado.
Parece claro que tanto el Consejo Escolar del Estado como la Alta Inspección requieren un sustento legal y burocrático -una dependencia, en suma- que sólo puede tener cabida en el seno del Gobierno de la nación, en la unidad administrativa encargada de gestionar las competencias del Estado en materia de educación, que hasta ahora ha sido el Ministerio correspondiente. Otra cuestión es la filiación burocrática de la Conferencia Sectorial de Educación, cuya dependencia del Ministerio de Educación podría resultar a nuestro juicio incluso contraproducente y de complejo encaje constitucional, aunque así está establecido por el momento. El caso del Instituto de Evaluación, con unas funciones que atañen tanto a la presencia en instituciones internacionales (OCDE y UE particularmente), como a otras que requieren la colaboración activa de las Comunidades Autónomas (las evaluaciones nacionales), y con una dependencia y estilo de funcionamiento más cercanos a la Conferencia que al propio Ministerio, está a caballo entre ambas instituciones y ha de encontrar aún su perfecta definición, quizás a modo de Agencia Estatal independiente. El papel de estos órganos va más allá de la obvia cooperación, pues en la naturaleza de los mismos están la función consultiva, la planificadora e incluso la de ordenación del sistema educativo nacional y la participación en la programación general de la enseñanza.
La misma mención de su naturaleza (coordinadora, consultiva, planificadora, ordenadora, de participación) es la prueba de que no es el Estado quien más interesado ha de estar en el correcto funcionamiento de estos órganos, sino las Comunidades Autónomas, pues estos mecanismos de cohesión son el foro mediante el cual aquéllas llegan a participar en la coordinación de la política educativa general , así como en el gobierno del sistema educativo nacional, al poder influir en decisiones que les afectan y que, de otra manera y con la Constitución en la mano, quedarían fuera de su ámbito competencial. En este sentido, Embid Irujo (1999, p. 58) viene a calificar los mecanismos constitucionales de cohesión como imprescindibles al indicar que “Una valoración global de estos órganos tendría que comenzar por sentar su imprescindibilidad para el correcto funcionamiento del sistema educativo nacional. Cualquier afección a los mismos debe pasar por un reforzamiento de sus capacidades de actuación y de incremento de sus medios personales, materiales y funcionales de actuación”.
Lamentablemente, tal como indica la Fundación Encuentro (2002, p. 150), en los años transcurridos desde el inicio del proceso autonómico, pero de forma más clamorosa desde la generalización de los traspasos de las competencias educativas, el Ministerio de Educación “no ha desempeñado hasta el momento papel alguno en la formación de una política de Estado para la educación […]. Esta afirmación se deduce del hecho de que el Ministerio no ha dado ningún paso para demostrar con hechos que tiene una visión global del sistema autonómico de educación”.
Pero hay otra razón de más peso porque atañe al ejercicio del derecho a la educación en condiciones de igualdad. Debemos afirmar con el Colectivo Lorenzo Luzuriaga (2010) que
Tampoco se ha cumplido hasta el momento la función del Estado como garante de la igualdad en el ejercicio del derecho a la educación, evitando las desigualdades regionales tan acusadas que aún perviven entre las comunidades autónomas. Por imperativo constitucional, el Ministerio de Educación debería haber impulsado una política de Estado que afrontara los diversos problemas que por su carácter supracomunitario sólo un órgano central puede garantizar: la equidad en la distribución de los recursos educativos, poniendo en marcha políticas que tendieran a hacer realidad la función compensatoria del Estado respecto de las desigualdades territoriales; la cohesión territorial o articulación simbólica del Estado autonómico; la cohesión social, aglutinando las diversas clases que componen la sociedad y asegurando especialmente la integración de los inmigrantes en nuestras escuelas; la movilidad geográfica de alumnos y profesores mediante políticas que remuevan los diversos obstáculos que a ella se oponen (p. 39).
Esta postura de laissez-faire adquiere una enorme gravedad en un Estado como España, enormemente descentralizado y en el que el Ministerio de Educación hace ya tiempo que fue vaciado prácticamente de todo contenido de gestión directa del sistema educativo nacional. El liderazgo que se requiere no puede, por mandato constitucional, ni sustituir ni invadir las competencias autonómicas, sino que ha de fundamentarse en el también principio constitucional de cooperación. El Ministerio de Educación, sin apenas competencias de ejecución, por mor de los traspasos a las Comunidades Autónomas, debió redefinir sus tareas hace tiempo y, quizás por primera vez desde su creación hace más de cien años, ha de reformular profundamente sus fines, su estructura y sus funciones.
Los fines del departamento están claramente determinados en las leyes y consisten en ejercer las competencias exclusivas del Estado. Pero, más allá de las tareas de supervisión y vigilancia, el Ministerio de Educación ha de impulsar una política de Estado relacionada particularmente con todos aquellos problemas que afectan a varias Comunidades Autónomas o a toda la nación. Esta política de Estado ha de ser llevada a la práctica bajo el paradigma de la cooperación, la mediación y el respeto competencial, teniendo en cuenta que esas tareas van a ser ejecutadas, a la postre, por las Comunidades Autónomas, por lo que no puede sustituir la política de aquéllas, sino que ha de cumplir sus fines con un exquisito respeto a las competencias de las mismas.
9. La Alta Inspección como factor fundamental de cohesión del sistema educativo nacional
En un Estado autonómico como España, con un elevado grado de descentralización política y administrativa, tenía que suscitarse más pronto que tarde la cuestión de la potestad de inspección y vigilancia que el Estado tiene sobre la ejecución por parte de las Comunidades Autónomas de la legislación estatal. Y no sólo por esa razón, sino por “la supuesta necesidad de que el Estado mantuviera su presencia en el territorio de las Comunidades Autónomas” (Muñoz Machado, 2012, p. 172). Tal importancia tuvo este argumento para los constituyentes que fue la propia Constitución la que creó la figura del Delegado del Gobierno en su art. 154, como agente gubernativo unipersonal que da fe de la continuidad de la secular tradición española de los corregidores, intendentes, jefes políticos y gobernadores civiles, propios de un sistema de corte centralista más que de otro cuasi-federal como el Estado autonómico, copiado de la figura constitucional italiana del Comisario del Gobierno en la Región.
Entendemos, con Bassols (1991), que las Comunidades Autónomas ejercen tres tipos de competencias de ejecución: las referidas a la ejecución de la legislación propia, las que se refieren a la ejecución de la legislación del Estado y las de ejecución en régimen de transferencia o delegación por parte del propio Estado. La Constitución Española sólo prevé un régimen específico de reserva de control por parte del Gobierno de la nación para estas últimas. En el resto sólo cabría plantear un cierto control jurisdiccional, “que excluye, por definición, cualquier tipo de control gubernativo que pueda colocar a las Comunidades Autónomas en una situación paralela, tanto de la tutela como de la jerarquía” (Bassols, 1991, p. 3415).
Cabe señalar, por tanto, lo que podríamos denominar “imprevisión constitucional” con respecto a la ejecución autonómica de la legislación estatal, tanto en las competencias estatales transferidas como -y esto nos interesa sobremanera- en el caso de las competencias compartidas, como es la educación. La Constitución, en el supuesto de incumplimiento de las obligaciones impuestas por las leyes o de lesión del interés de España, remite a la coerción estatal que describe el art. 155 CE y que, a todas luces, por su trascendencia, es excesivamente rigurosa. La consecuencia de estos dos extremos era lógica: el establecimiento en la legislación postconstitucional de mecanismos que remediasen tanto el hipotético vacío constitucional de mecanismos fiscalizadores como el rigor de la coerción estatal del art. 155 CE. Así nacerá la Alta Inspección, término que estaba ya presente en el estatuto de Cataluña de 1932, si bien referido a la vigilancia del cumplimiento de la Generalidad en relación con los Tratados y Convenios Internacionales suscritos por la República. La propia denominación de “Alta Inspección” alude a otra función diferente de la inspección ordinaria que la Comunidad Autónoma ejerce sobre su actividad ejecutiva.
Establecido el marco general de la ejecución de competencias del Estado por parte de las Comunidades Autónomas, en este caso la educación, y en particular la salvaguarda de aquellas que por su propia naturaleza le corresponden al Estado, vemos que la Alta Inspección del Estado en materia de educación es uno de los elementos más originales novedosos de nuestra reciente historia administrativa. Su creación se produce en los primeros años de desarrollo constitucional y es, a nuestro juicio, la aportación práctica más notable de los últimos equipos ministeriales de UCD para adecuar la estructura del Ministerio a la nueva realidad del Estado autonómico. Por ello debemos destacarla como un hito en el desarrollo de la Administración educativa española.
La Alta Inspección del Estado es un instrumento político que desempeña un papel que De Otto (1991, p. 3379) denomina “control de legalidad” por parte del Estado, ya que el art. 155 CE sólo menciona las medidas de corrección que el Estado puede adoptar al constatar el incumplimiento por parte de una comunidad autónoma de sus obligaciones constitucionales. Por lo tanto, De Otto (1991) sostiene que
el texto constitucional permite también la incorporación de la técnica alemana de la ‘inspección federal’. […] la existencia misma de esta coacción federal [del art. 155 CE] presupone la existencia de alguna inspección que permita comprobar si se dan o no los supuestos en los que el mecanismo ha de entrar en juego y, por otra parte, ostentar la potestad legislativa tiene que conllevar necesariamente alguna titularidad sobre la función ejecutiva que impida la radical alienación de ésta, así lo exigen tanto la necesidad de obtener información para la propia labor legislativa cuanto la obligación del Estado de salvaguardar el interés general (p. 3379).
La aparición de la Alta Inspección como instrumento constitucional se produce antes en los estatutos vasco y catalán de 1979 que en la legislación estatal de desarrollo del artículo 27 de la Constitución. En ambos estatutos se la menciona como órgano responsable del cumplimiento y garantía de las competencias del Estado en materia educativa, competencias que en esa fase temprana de la construcción del Estado autonómico no habían sido desarrolladas por el Estado en norma alguna con rango de ley, más allá de lo establecido en la Carta Magna. Seis meses después, será la LOECE, en su disposición adicional, dos, c, la primera norma de desarrollo del art. 27 CE que incluya la acotación de las competencias del Estado en materia educativa al señalar que también atañe al Estado la alta inspección y demás facultades que conforme al artículo ciento cuarenta y nueve, uno, treinta, de la Constitución le corresponden para garantizar el cumplimiento de las obligaciones de los poderes públicos.
Se crea así un nuevo elemento de la Administración activa que, sensu stricto, no pertenece a los servicios periféricos del Ministerio de Educación, pues se ubica en un escalón que podríamos denominar intermedio entre la Administración propiamente educativa, pues dependía en su origen del ministro de Educación y Ciencia, y la Administración General del Estado, ya que se integrará en las delegaciones del Gobierno en cada Comunidad Autónoma con competencias educativas, dependiendo también del Ministerio de Administraciones Públicas.
La Alta Inspección nace más de la necesidad de ejercer las competencias atribuidas al Estado por la LOECE en las primeras Comunidades Autónomas con competencias educativas que de una política planificada de reorganización de la Administración central en aquéllas, como se deduce de las fechas en que se promulga la primera normativa de desarrollo.
Destacamos, de aquel momento inicial, la preocupación del legislador estatal por garantizar que se vele por el cumplimiento de las condiciones básicas de igualdad de todos los españoles en el ejercicio de sus derechos y deberes en materia de educación. La Alta Inspección es, pues, un instrumento constitucional básico para garantizar la igualdad de los ciudadanos en el Estado autonómico. A esta función principal se le unen otras que, siendo importantes, se subordinan a aquella.
Por lo tanto, en su origen, la Alta Inspección se parecía más al Her Majesty’s Inspectorate of Education (HMIe) británico que al elemento apenas visible y casi desconocido en que se ha convertido, dedicando la mayor parte de sus esfuerzos a tareas menores –en cierto sentido- como la homologación de títulos extranjeros o la legalización de documentación universitaria para que surta efecto en otros países, actos burocráticos mucho menos importantes que la elevada responsabilidad que la ley le atribuye. Tampoco ha desarrollado de manera real la función de supervisar el estado general de la enseñanza en cada comunidad autónoma, a modo de diagnóstico externo, función de enorme responsabilidad y que sin duda puede servir de elemento de cohesión territorial del sistema educativo nacional.
Cabe concluir entonces, tal como indica el Tribunal Constitucional (STC número 6/1982) que
la Alta Inspección aparece así revestida de un carácter jurídico, no sólo en lo que concierne a su ejercicio, sino en cuanto a su contenido, pues recae sobre la correcta interpretación de las normas estatales, así como de las que emanan de las asambleas comunitarias, en su indispensable interrelación. Y, cuando detectare fallos en el armónico desarrollo de las respectivas competencias, propiciará su corrección.
Conclusiones: La cohesión e integración nacional de España: un elemento sustantivo para los derechos de los ciudadanos.
Pérez Díaz (1994) indica que la experiencia española en cuanto a la constitución del Estado autonómico es compleja y, muchas veces, contradictoria, aunque los “efectos positivos de los pactos autonómicos y sociales, y los mesogobiernos correspondientes en España, fueron un incremento del grado de legitimidad del sistema político y económico imperante y un incremento del grado de integración nacional” (p. 279). Pero la otra cara de la moneda es la representada por la constatación de “los peligros de un sistema inestable, una sobrecarga de responsabilidades en organismos tales como el Tribunal Constitucional, un bloqueo de decisiones, una ampliación del aparato estatal y de la clase política, y un aumento del riesgo de clientelismo” (p. 281).
La consideración de ambos aspectos, positivos y negativos, no debe hacernos olvidar que el balance es abrumadoramente favorable, tanto por lo que respecta a la invención y funcionamiento de un Estado nuevo a todos los efectos, como por la influencia que la estructura y organización de ese Estado ha tenido sobre el conjunto de las libertades de sus ciudadanos y sobre sus relaciones con las estructuras supranacionales en las que está integrado política, militar o culturalmente.
Si profundizamos en el análisis, podemos constatar una primera consecuencia: el pacto autonómico constituyente ha venido a reforzar el grado de integración nacional, y el propio Estado autonómico ha absorbido una enorme presión y agitación social al responder a la voluntad de autonomía regional. Pero esto no debe ocultar el hecho de que ha existido, y existe, un elevado grado de incertidumbre e indeterminación en la interpretación de los textos constitucionales y los estatutos de autonomía, lo que genera un permanente estado de negociación política, fruto quizás de que el mismo modelo constitucional es un modelo abierto. Esta indeterminación e inestabilidad ha sido compensada hasta el momento por la Corona y los llamados agentes sociales (sindicatos y patronal), que han sido verdaderos elementos de aglutinación nacional y modelos de fuerza centrípeta de la nación. Por el contrario, ni los partidos políticos, ni los círculos intelectuales, ni la Iglesia católica, han sido capaces de abanderar movimientos de tipo aglutinador, o lo han hecho de forma limitada y mediatizada por sus clientelas (Pérez Díaz, 1994). Prueba de ello es que subsisten en la actualidad las tendencias centrífugas que abocan a la secesión.
El estudio objetivo y desapasionado del modelo de Estado que representa España nos revela que nos encontramos ante uno de los ejemplos más claros de federalismo descentralizador que existen en el mundo, junto con Bélgica. La Constitución de 1978 puso en marcha un proceso que ha dado lugar, años más tarde, a un sistema de tipo cuasi-federal que se ampara bajo la fórmula jurídico-política de “Estado autonómico”, de modo que sus Estados federados se denominan Comunidades Autónomas. Este tipo de Estado tiene como elemento diferencial con respecto a otros Estados federales que la ley federal no establece un modelo de Estado, sino que se limita a salvaguardar el principio de unidad, a proclamar el derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones y a regular el proceso de constitución de las Comunidades Autónomas a partir de las provincias Según Blanco Valdés (2012):
Ello significa que el modelo federal español fue la resultante final de un proceso descentralizador, que se produjo tras sucesivas negociaciones entre el Estado central y los territorios provinciales que hicieron uso de su derecho constitucional a la autonomía, pero cuyo objetivo inicial no era, desde luego, el de dirigir el país hacia su federalización, lo que explica que, a diferencia de lo que acontece en la mayor parte de las naciones federales, sigan existiendo en España amplios sectores doctrinales y políticos que niegan tal carácter al llamado Estado de las Autonomías (p. 77).
Un elemento sustantivo es el representado por las enormes desigualdades entre las Comunidades Autónomas españolas. En el ámbito educativo las hemos estudiado con detenimiento en otro lugar centrándonos en cinco indicadores principales: el fracaso escolar, el abandono escolar temprano, los resultados PISA 2015 -que se mantienen en 2018-, el Índice de Desarrollo Educativo y el Índice de Pobreza Educativa (Foces, 2017) y se muestra con claridad que las profundas desigualdades territoriales en educación
se evidencian a través de múltiples fuentes. Los informes anuales del Consejo Escolar del Estado de las últimas dos décadas constatan la completa ausencia, por parte de los sucesivos Ministerios de Educación, de una verdadera política de compensación de desigualdades regionales que hubiera podido disminuir las diferencias educativas entre ellas. Ciertamente se han llevado a cabo intervenciones parciales sobre algunos elementos del sistema educativo como son la atención a la diversidad, la compensación educativa, la igualdad efectiva entre mujeres y hombres en la educación, la atención al alumnado con necesidades educativas especiales y –de modo más claro– la política de becas y ayudas al estudio. Todos ellos son necesarios, pero no inciden ni en la raíz de la desigualdad territorial ni en la generalización de sus efectos sobre el total de la población escolar. Es desoladora la práctica desaparición de referencias reales y no cosméticas a la cohesión nacional del sistema educativo (Foces, 2018, p. 37).
Con las afirmaciones anteriores no pretendemos demostrar que la desigualdad educativa entre territorios sea simplemente un agravio para los menos desarrollados. Hay que tener en cuenta -con meridiana claridad- que en el siglo XXI un territorio no es sujeto de derechos, sino que lo son los ciudadanos que allí viven, trabajan y se desarrollan. El problema reside realmente en la desigualdad de derechos entre los ciudadanos españoles, pues pareciera que el nivel educativo de los individuos está dependiendo de su lugar de nacimiento y residencia.
El mandato constitucional nos obliga a recordar lo obvio. Los pilares del Estado están expresados con meridiana claridad al inicio de la Carta Magna. Son, por estricto orden de aparición, la justicia, el pluralismo político, la libertad y la igualdad (art. 1.1 CE) y, a renglón seguido, la autonomía de nacionalidades y regiones y la solidaridad entre todas ellas (art. 2 CE). Todo ello no es sino, redactado de otra forma, el conjunto de los tres principios de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Si nos referimos a este último concepto, debemos decir, con Puelles Benítez (2018) que
Es verdad que en la Constitución de 1978 la solidaridad no fue olvidada. Aunque hubiera merecido una mayor concreción, nuestra superley no solo reconoció la solidaridad entre las comunidades autónomas, también la extendió a todos los ciudadanos: así, el artículo 156.1, al reconocer la autonomía financiera de las comunidades autónomas la somete al principio de coordinación con la Hacienda estatal y al principio de “solidaridad entre todos los españoles”, al tiempo que el artículo 158.1 faculta al Estado para que los presupuestos generales garanticen un nivel mínimo en la prestación de los servicios públicos fundamentales en todo el territorio español (entre los que se debe incluir obviamente el servicio público de la educación), precepto este último que supone, en mi opinión, una tacita afirmación del Estado como garante de la solidaridad entre todos los ciudadanos, sea cual fuere el territorio en que residan (p. 235).
De lo contrario España se verá abocada a un modelo nacional con territorios de dos categorías o dos velocidades de desarrollo y acceso al futuro, es decir, a que existan ciudadanos españoles de primera y de segunda clase (Foces, 2018).
Epílogo: Adversus Nationalismum
Parafraseando el título de aquella obra escrita por San Ireneo de Lyon alrededor del año 180 de nuestra Era, Exposición y refutación de la falsa gnosis, conocida como Adversus Haereses, debemos referirnos al futuro de un concepto decimonónico que, bien que mal, lleva dominando el discurso político durante las últimas décadas en España: el nacionalismo y el mito nacional. Sosa Wagner y Sosa Mayor (2006) reflexionan sobre el concepto de nación y señalan certeramente que “El mito de la nación se constituye en espacio salvífico y redentor en el que toda sociedad humana encontrará su ordenamiento político-social justo e imperecedero” (p. 130).
Quizás sea el momento de pensar que el concepto de nación, tal como viene siendo entendido por los politólogos desde que surgió en el siglo XIX, está definitivamente finiquitado y que es posible que, de una vez por todas, deba superarse esa noción cuasi mítica y cuasi religiosa propia del nacionalismo. Podría afirmarse, como de manera hipercrítica señalan Sosa Wagner y Sosa Mayor (2006),
que en Europa la idea de nación y su derivado el nacionalismo han dejado de ser motor de historia alguna, inconvenientes e insuficientes como son para construir estructuras políticas válidas y con perspectivas de largo aliento en este siglo XXI. Por esta razón resulta tan anticuado y tedioso el debate español actual en torno a las naciones, realidades o aromas nacionales suscitado con ocasión de las reformas de los Estatutos de las comunidades autónomas […]: se trata de una polémica trasnochada, fastidiosa […] y, lo que es peor, a nuestro juicio, muy reaccionaria al estar construida sobre categorías políticas periclitadas (p. 189).
Es, quizás, la hora de requerir un Estado sólido, que ejerza un poder legítimo y democrático, que pueda defender y dar carta de legalidad a las medidas de gobierno que afecten a todos y que mantenga la pax publica, que es, ni más ni menos, la garantía de que los servicios públicos estén asegurados y se presten correctamente. Este Estado moderno no anula los poderes territoriales (regionales y municipales), sino que los ampara y fortalece. Supera las fronteras –es transnacional- y crea espacios de soberanía compartida, de manera que los tres conceptos que definían al Estado clásico (territorio, población y poder) quedan diluidos, aunque no pierden del todo su importancia. En este Estado moderno no caben, por claro agotamiento conceptual, micro-Estados en los que el interés general se sacrifique en aras del provecho particular de las élites locales, de mitologías irracionales o de reaccionarios modelos de poder basados en falsos blindajes y en ideologías nacionalistas caducas, apolilladas y superadas por la Historia.
Pero aún hay otra razón de peso. En el mundo global en que vivimos y que, previsiblemente, ahondará esa tendencia planetaria, los micro-Estados, las micro-Regiones o los micro-poderes municipales presentan un flanco de debilidad que acabará por lesionar los derechos fundamentales de sus poblaciones, por ahondar en las injusticias sociales y en las desigualdades.
Entendemos que no puede, no debe, defenderse la idea de España como nación moderna fundamentándose en el desprecio intelectual y moral que puedan suscitar los nacionalismos excluyentes; tampoco creemos que la defensa estrictamente jurídica de la nación española pueda resultar atrayente o siquiera comprensible para la ciudadanía (la denominación de “constitucionalistas” que determinados partidos políticos se atribuyen para diferenciarse de los “nacionalistas” apunta en esa gastada e intelectualmente poco estimulante dirección); quizás ni el argumento de una historia común es válido en sí mismo, precisamente por las dificultades de encontrar elementos de encuentro cuando esa historia se interpreta de maneras no sólo diferentes, sino muchas veces antagónicas. Tal vez debamos entender que la idea de nación española es, en sí misma, un valor más que una identidad, mucho más en un país como España, con identidades regionales secular y extraordinariamente complejas y potentes. En este sentido, De Ramón (2014) plantea que
Identidad es concepto problemático. Pide, en buena lógica, ser excluyente. Prefiero pensar que España, sin ser mi identidad, es mi tradición. Aquello que, gracias al azar combinado del nacimiento y la geografía, me ha sido dado y de lo que soy custodio: Cervantes, [la] Alhambra, Machado, Pla, la Torre de Hércules y el páramo de Masa; playas, sierras y olivares; nuestras guerras civiles. La tradición pone las cosas en su sitio: no es que yo pertenezca a España, como querrían los apóstoles de la identidad, es que España me pertenece (p. 33).
Creemos que, tras la “invención” política y territorial surgida con la democracia a finales del siglo XX, el Reino de España ha de procurar una nueva vertebración, reinvención o redescubrimiento de su identidad nacional, su valiosa tradición en definitiva, basada precisamente en estos elementos que venimos señalando y que podríamos concretar en un proyecto nacional renovado que, como indican Morales Moya y Pérez de Armiñán (2014),
tendría que abordar, a nuestro juicio, dos grandes tipos de cuestiones: por una parte, las que se refieren a la conciencia colectiva de la realidad histórica y la ‘necesidad’ de España […], así como de las finalidades que sólo pueden conseguirse gracias a aquéllas, junto a la correlativa exigencia de una difusión de esa realidad y de esa necesidad en la enseñanza, en las instituciones culturales y en los medios de comunicación públicos; por otra, las relativas a las principales reformas institucionales que deben abordarse para garantizar la viabilidad y la competitividad, en el contexto europeo y mundial, de la nación española, como Estado y como sociedad democráticos (p. 162).
El camino es complejo, pero en modo alguno imposible. La cohesión nacional del “nuevo Estado”, una vez más en nuestra historia, ha de depender de mecanismos pacíficos de encuentro y entendimiento, mucho más en el mundo global en el que nos encontramos y que es verdaderamente nuevo sobre todo para los nacionalismos periféricos -también para el nacionalismo español- nacidos políticamente en una época, el siglo XIX, que no guarda similitud alguna con la actual. El tiempo transcurrido desde el nacimiento de esas ideologías excluyentes y sustancialmente inmovilistas nos da la justa medida del abismal anacronismo que los movimientos nacionalistas suponen en el panorama nacional e internacional del siglo XXI. Más allá de las hoy en día, y tras la promulgación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, inadmisibles cuestiones míticas, cuasirracistas y pseudorreligiosas presentes en aquel primer nacionalismo vasco, o de la emotividad romántica, medieval y arcádica del catalanismo decimonónico, las referencias ideológicas que los sustentan están, a nuestro juicio, superadas ampliamente por la realidad de un mundo en cambio acelerado. Por ello concluimos con nuestro maestro Puelles Benítez (2001) afirmando que
La educación juega aquí un gran papel, ya que puede evitar que se debiliten o disminuyan esos elementos que constituyen el sustrato básico sin el cual no puede existir ningún Estado, sea unitario o federal. El modelo a imitar lo tenemos en países como Alemania o Suiza donde a pesar de que los länder o los cantones tienen la soberanía cultural y educativa, se sigue hablando de un sistema educativo alemán o suizo. La explicación reside en que, respetando la diversidad, existe una fuerte base común, alcanzada mediante la negociación, la coordinación, la cooperación y el consenso entre la Federación y los Estados (p. 22).
Financiación
Sin financiación expresa.
Conflicto de intereses
Ninguno.
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