Autonomía docente versus libertad de cátedra en la enseñanza no universitaria

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Teaching autonomy versus academic freedom in non-university education

 

Carmen Delgado Moral

Inspectora de educación

Consejería de Educación y Deporte de la Junta de Andalucía

Delegación Territorial de Córdoba

 

DOI

https://doi.org/10.23824/ase.v0i36.733

 

Resumen

El presente artículo aborda el tema del derecho fundamental de la libertad de cátedra en España, en el ámbito de la enseñanza no universitaria, tanto en la educación pública como en la privada. Se parte de la evolución del término desde su origen en Centro Europa y su aplicación con exclusividad en el ámbito universitario para continuar con su tratamiento en España en la Constitución actual. El Tribunal Constitucional ha sentado jurisprudencia en la materia, estableciendo la libertad de cátedra para todos los docentes. Sin embargo, los límites de este derecho en la enseñanza no universitaria (tanto en la enseñanza pública como privada) son tan amplios –especialmente en los niveles no obligatorios– que la libertad de cátedra, en su definición primigenia del término, se convierte prácticamente en una ficción y en un sinónimo de lo que los iniciadores del término denominaron libertad pedagógica.

 

Palabras clave: Constitución; libertad de expresión; libertad de cátedra; enseñanza no universitaria; educación; centros públicos; centros privados; Tribunal Constitucional.

 

Abstract

This article addresses the issue of the fundamental right to academic freedom in Spain, in the field of non-university education, both in public and prívate education. The article parts from the evolution of the term from its origin in Central Europe and its application exclusively in the university environment to continue with its treatment in Spain in the current Constitution. The Constitutional Court has established jurisprudence in the subject, establishing academic freedom for all teachers. However, the limits of this right in non-university education (both in public and private education) are so wide –especially at non-compulsory levels– that academic freedom, in its original definition of the term, it becomes practically a fiction and a synonym of what the initiators of the term called pedagogical freedom.

 

Key words: Constitution; freedom of expression; academic freedom; non-university teaching; education; public centers; private centers; Constitutional Court.

 

 


 

Introducción

El artículo 20 de la Constitución española de 1978 no restringe el derecho fundamental a la libertad de cátedra a la enseñanza universitaria, como sí lo hicieron otras constituciones europeas, sino que lo extiende al ejercicio de la función docente en toda su amplitud, tanto en la educación pública como en la privada. Para la justificación de este derecho nos remontaremos en primer lugar al origen del término, realizando una revisión tanto de la procedencia del mismo como del fundamento de este derecho de los docentes.

El origen etimológico del término se remonta al griego “kαϑέδρα”, que tomó prestado el latín para referirse a un asiento con respaldo y brazos de tipo individual, donde se sentaban los profesores en las escuelas o los senadores en la curia; este tipo de asiento mostraba una mayor ostentación que el subsellium, banco con capacidad para más de una persona (alumnos, senadores, etc.), lo que denotaba una jerarquía de la figura del maestro sobre el colectivo del alumnado. En castellano, el vocablo derivó en un doblete: el cultismo cátedra para referirse al étimo latino y la voz patrimonial cadera. El primer diccionario del español ya contenía una definición del mismo en los siguientes términos: “CATEDRA, es nombre Griego kαϑέδρα, cathedra, vale tᾶto como silla puesta en alto, qual es la d[e] los maestros que leen, o enseñan en las escuelas o estudios” (Covarrubias, 1611, fol. 211v). Si bien el término dio origen a vocablos derivados como catedrático para referirse exclusivamente al profesorado con un mayor rango, tanto universitario como de secundaria, en su origen la palabra se refería a la silla de cualquier docente, y ese es precisamente el significado que alberga el artículo 20 del texto constitucional cuando sentencia ese derecho “a la libertad de cátedra” sin mayor interpretación. En palabras de Salvador Centeno (2021), el término es un “lisologismo” que “no se encuentra precisado o desarrollado en ninguna ley ni en ningún reglamento” (p. 426).

Recordemos que la educación para la civilización helenística era el más preciado bien que podía otorgarse a los hombres; así, para Platón (1988), “quienes reciben una buena educación pueden llegar a ser hombres cabales, y siendo tales, harán bien todo lo demás” (p. 82); más adelante señala que “una educación recibida desde la infancia es lo que hace al niño desear vivamente convertirse en un ciudadano perfecto que sabe gobernar y ser gobernado con justicia” (p. 86). Ya desde la antigüedad clásica la educación no solamente se concebía como una mera transmisión de conocimientos disciplinares, sino también como una adquisición de valores por parte del alumnado como pilar fundamental para su integración en la sociedad, de ahí la presencia continua de estos en los currículos de todos los niveles educativos. Por tanto, si la educación debe estar ligada a unos valores, los cuales son mutables con el devenir de los tiempos, parece que la educación no puede mantener una neutralidad inalterable, al estar impregnada por la actitud del profesorado ante los mismos.

El derecho a la libertad de cátedra tiene su origen en los Países Bajos y Alemania, para el ámbito exclusivo de la enseñanza universitaria. Con precedentes en el siglo XVI en la Universidad de Leiden (fundada en 1575 en los Países Bajos) y en el siglo XVIII, con universidades como la de Gotinga (fundada en 1737), que promovía el espíritu crítico acorde con el pensamiento ilustrado, estas universidades marcan una cierta extraterritorialidad con el origen eclesiástico de esta institución y propugnan una novedosa libertad académica –hasta el momento únicamente viable mediante bulas papales– solo factible con el espíritu reformador de las nuevas ciencias que atisbaba el horizonte de la modernidad. Sin embargo, no será hasta la Constitución alemana de 1849 cuando este derecho alcance el inicio de su madurez. Esta constitución, que ya desde su preámbulo anuncia valores tan actuales como la libertad, dedicaba el capítulo IV del segundo libro a los “Derechos y deberes fundamentales de los alemanes”; en su artículo 149 prescribía que “el arte, la ciencia y su enseñanza son libres”[1], limitando así dicha libertad al ámbito universitario, en tanto que la labor investigadora se restringía exclusivamente al mismo. La libertad del maestro, en cambio, estaba protegida únicamente por la libertad pedagógica (Vidal Prado, 2004, p. 376), pero no como un derecho fundamental amparado por la Constitución, sino subordinada a autoridad administrativa.

En España, la Constitución liberal de 1812 introduce las ideas ilustradas sobre la educación de Jovellanos, Quintana, Cabarrús o Campomanes y se acerca a lo que hoy consideramos como una educación democrática. Es la primera constitución española que dedica un título completo a la instrucción pública (título IX), pues –en palabras de Diego Sevilla (2012)– los diputados gaditanos querían que la educación fuese “un instrumento político con el que construir la nación y un medio para la transformación social y cultural de la sociedad española” (p. 53); el artículo 371 proclamaba que “Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes”. Si bien no formulaba la libertad de cátedra para el docente, al menos daba un paso al frente concretando la libertad de expresión, un logro incuestionable en la sociedad de aquel momento.

Mención destacada merece la Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876 por Francisco Giner de los Ríos, y cuyos estatutos proclamaban la libertad del profesor para la enseñanza del alumnado y la independencia con respecto a cualquier injerencia del gobierno. Recordemos que tras la restauración monárquica en la figura de Alfonso XII en 1875, y tras la publicación del Real Decreto y la Circular del Ministro de Fomento Manuel Orovio Echagüe, ambos de 26 de febrero de 1875, que obligaba a que los textos y programas de las distintas asignaturas de los establecimientos oficiales de enseñanza se remitiesen al gobierno para la censura previa, imponiendo así el acondicionamiento de la enseñanza al dogma católico, al régimen monárquico y al orden en la enseñanza conforme a los principios consignados por el gobierno, destacadas personalidades del mundo académico como Nicolás Salmerón, Emilio Castelar, Eugenio Montero o el mismo Giner de los Ríos, entre otros, fueron separados o dimitieron voluntariamente de sus cátedras, desligándose de toda vinculación respecto a las prescripciones del gobierno y proclamando su libertad “respecto de cualquiera otra autoridad que la de la propia conciencia del Profesor, único responsable de sus doctrinas”, como indicaba el artículo 15 de sus estatutos.

Sin embargo, no será hasta la Constitución de 1931, durante la II República, cuando un texto constitucional español formule de forma explícita la libertad de cátedra. El artículo 48 establece: “Los maestros profesores y catedráticos de la enseñanza oficial son funcionarios públicos. La libertad de cátedra queda reconocida y garantizada”, por lo que extiende la misma no solo al profesorado universitario, sino también al del resto de niveles educativos. Un logro significativo que se vería truncado, no obstante, con el régimen político de Franco Bahamonde, que aniquiló cualquier atisbo de libertad en la enseñanza que evocara el legado republicano e ignoró, una vez más, el derecho a la libertad de cátedra, que presenciaría su renacimiento en la actual constitución.

 

La libertad de cátedra como derecho fundamental y la extensión de sus límites

El artículo primero de la Constitución de 1978 establece que España es un estado social y democrático de derecho, y en un estado democrático la cultura y la educación son derechos esenciales de los ciudadanos, por lo que será función de los poderes públicos garantizar y fomentar estos derechos. El título I de la Constitución reconoce tres tipos de derechos: los contenidos en la sección primera del capítulo II (“De los derechos fundamentales y las libertades públicas”), los de la sección segunda del capítulo II (“Derechos y deberes de los ciudadanos”) y los contenidos en el capítulo III (“De los principios rectores de la política social y económica”). Nos interesa el primero de los bloques de estos derechos, que incluye los artículos 15-29 y que, dada su relevancia, encuentran la garantía de su protección en el propio texto constitucional: así, el artículo 53 salvaguarda su tutela frente a cualquier violación de los mismos: “Cualquier ciudadano podrá recabar la tutela de las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14 y la Sección primera del Capítulo segundo ante los Tribunales ordinarios por un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y, en su caso, a través del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional”. En este bloque de derechos fundamentales se dedican dos artículos a los derechos culturales: el 20 y el 27. El artículo 27 reconoce el derecho a la educación; a la libertad de enseñanza; el derecho a recibir la formación religiosa y moral acorde con las propias convicciones; la obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza básica; la libertad de creación de centros docentes tanto para las personas físicas como jurídicas; el derecho a la intervención en el control y gestión de los centros sostenidos con fondos públicos tanto del profesorado como de los padres y, en su caso, los discentes; y el derecho de autonomía de las universidades.

La Sentencia del Tribunal Constitucional 179/1996, de 12 de noviembre, pone en relación ambos artículos: “los derechos de los arts. 20.1c) y 27.10 de la Constitución, lejos de autoexcluirse se complementan de modo recíproco” (fundamento jurídico sexto); sin embargo, el hecho de que los constitucionalistas optaran por incluir este derecho de libertad de cátedra en el artículo 20, junto con el de la libertad de expresión y de comunicación pública, y no en el artículo 27 dedicado a la educación o el 16 sobre la libertad ideológica, religiosa y de culto, parece instalar aquel derecho en una combinación entre la libertad de expresión y la de información en el ámbito de la docencia.

El extenso e intrincado andamiaje con el que los constitucionalistas construyeron el artículo 27 sobre la educación contrasta con el dedicado a la libertad de cátedra, contenido en el artículo 20; el primer apartado del mismo reconoce y protege una serie de derechos, integrados por la libertad de expresión, el derecho a la producción y creación literaria, artística, científica y técnica, la libertad de cátedra (apartado c) y el derecho a comunicar o recibir información veraz por cualquier medio de difusión, quedando todos estos derechos prohibidos para la censura previa (apartado 2 del artículo). Esa exigencia de veracidad obliga, por tanto, a una actualización de los conocimientos del profesorado, lo que, por otra parte, no deja de ser sino una obligación del docente, en base al artículo 91.1,l de la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación, modificada por Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre (en adelante LOE/LOMLOE): “La investigación, la experimentación y la mejora continua de los procesos de enseñanza correspondiente”; así, el docente no podría ampararse en la libertad de cátedra para afirmar, por ejemplo, que la tierra es plana, que el régimen de Franco no fue una dictadura o que los días de la semana se escriben con mayúscula, independientemente del nivel del alumnado.

Por el artículo en el que está contenida, podemos afirmar que la libertad de cátedra no es sino una libertad de expresión del docente en relación a la impartición de contenidos veraces en el ejercicio de sus funciones[2]. Pero cuando se indica que es un derecho del docente no se debe a que ello se traduzca del mencionado artículo –que sí ocurriría si se hubiera incluido en el artículo 27 referido a la educación–, pues no indica ni el objeto del derecho ni el sujeto, sino por la interpretación que del mismo debe realizarse conforme a los antecedentes históricos y legislativos anteriormente mencionados, al tratarse estos de uno de los criterios establecidos en el Código Civil.

El laconismo del precepto objeto de análisis –Óscar Celador (2007) lo denomina “redacción de mínimos” (p. 16)– ha derivado en ambigüedad, por la indeterminación semántica del término y, especialmente, por la amplitud de sus límites, como a continuación veremos, de ahí que haya que acudir a la doctrina y a la jurisprudencia para encontrar una mayor precisión del mismo[3]. Y es que, como ha ocurrido con otras constituciones modernas, la española fue posible gracias a acuerdos entre partidos de tendencias alejadas e incluso antagónicas en el momento de su redacción, lo que derivó en una falta de rigor en materias que pudieran ser motivo de confrontación, como pudiera ser esta que nos ocupa; de ahí que el académico Laureano López (1998) califique nuestra Carta Magna como una constitución in fieri, que necesita complementarse con el desarrollo de leyes orgánicas y sentencias del Alto Tribunal (p. 307).

Cuarenta y tres años después de la formulación constitucional de la libertad de cátedra, el único texto legislativo en vigor que la ha reconocido es la Ley Orgánica 8/1985, de 3 de julio, reguladora del Derecho a la Educación (en adelante LODE), cuyo artículo tercero regula lo siguiente: “Los profesores, en el marco de la Constitución, tienen garantizada la libertad de cátedra. Su ejercicio se orientará a la realización de los fines educativos, de conformidad con los principios establecidos en esta Ley”. Con posterioridad, otra ley orgánica de educación se manifestó en similares términos: la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE), en su preámbulo (“La Constitución ha atribuido a todos los españoles el derecho a la educación. Ha garantizado las libertades de enseñanza, de cátedra y de creación de Centros”); las siguientes leyes orgánicas de educación, si bien no se han pronunciado sobre este derecho fundamental, han mantenido sin modificación alguna el mencionado artículo tercero de la LODE. Si el artículo 20.1,c de la Constitución era conciso, este de la LODE tampoco se caracteriza por su prolijidad, si bien alumbra el propósito que debe perseguir este derecho, que no es otro que la consecución de los fines educativos marcados en la normativa. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional, intérprete supremo de la máxima norma de nuestro ordenamiento jurídico, ha resuelto algunas de las cuestiones que plantea la existencia de este derecho, pero aún quedan otras por resolver, que probablemente serán despejadas en futuros planteamientos de recursos.

Para Blanca Lozano (1995), la libertad de cátedra “es una de esas expresiones (…) que sugieren más que significan” (p. 105). Se trata, al igual que el derecho fundamental al honor (Carrillo, 1996, p. 97), el interés general, el interés superior del menor, la diligencia de un buen padre de familia, o la misma equidad (Muñoz de la Cuesta, 2021), de un concepto jurídico indeterminado[4]. Fue la Sentencia del Tribunal Constitucional 5/1981, de 13 de febrero, la primera que definió la libertad de cátedra como una libertad de todos los docentes, ampliando su ejercicio más allá de la esfera universitaria:

“Aunque tradicionalmente por libertad de cátedra se ha entendido una libertad propia sólo de los docentes en la enseñanza superior (…) resulta evidente, a la vista de los debates parlamentarios, que son un importante elemento de interpretación, aunque no la determinen, que el constituyente de 1978 ha querido atribuir esta libertad a todos los docentes, sea cual fuere el nivel de enseñanza en el que actúan y la relación que media entre su docencia y su propia labor investigadora” (fundamento jurídico noveno).

En la citada Sentencia del Tribunal Constitucional 179/1996 se matiza el alcance de la libertad de cátedra en el ámbito no universitario, al condicionarla a los “planes de estudio conducentes a la obtención de títulos académicos” (fundamento jurídico sexto).

El mismo tribunal declaró en sentencia 217/1992, de 1 de diciembre, que:

“la libertad de cátedra, en cuanto libertad individual del
docente es, en primer lugar y fundamentalmente, una proyección de la libertad ideológica y del derecho a difundir libremente los pensamientos, las ideas y opiniones de los docentes en el ejercicio de su función. Consiste, por tanto, en la posibilidad de expresar las ideas o convicciones que cada profesor asume como propias en relación con la materia objeto de su enseñanza, presentando de este modo un contenido, no exclusivamente pero sí predominantemente negativo” (fundamento jurídico segundo).

La Sentencia del Tribunal Constitucional 106/1990, de 6 de junio, indica que la libertad de cátedra “apodera a cada docente para disfrutar de un espacio intelectual propio y resistente a presiones ideológicas” (fundamento jurídico sexto). En Sentencia 212/1993, de 28 de junio, el Tribunal Constitucional subraya la dimensión personal de la libertad de cátedra, lo que “presupone y precisa de una organización de la docencia” (fundamento jurídico cuarto).

Por todo lo expuesto anteriormente en el contenido jurisprudencial, el docente no puede determinar todos los aspectos de la función docente, en tanto que la mayoría de ellos ya están protegidos y limitados por los derechos reconocidos en el título I de la Constitución, por “los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”, según lo establecido en el artículo 20.4. De esa obligatoriedad de protección por parte de los poderes públicos se deriva el que la libertad de cátedra tenga una amplitud mucho mayor en la enseñanza universitaria y que vaya decreciendo a medida que se desciende de nivel.

En relación a los derechos fundamentales, el Tribunal Constitucional, en Sentencia 11/1981, de 8 de abril, argumentaba que todo derecho tiene sus límites, y estos vienen establecidos por la propia Constitución o por otros bienes constitucionalmente protegidos (fundamento jurídico séptimo), como en este caso son la dignidad de la persona o su derecho a la integridad moral, que ha de respetarse tanto por los poderes públicos como por la ciudadanía en general. En cuanto al respeto de la Constitución, el Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público (en adelante EBEP), es reiterativo en su solicitud de respecto por parte de los empleados públicos: lo recoge tanto en los deberes y código de conducta (art. 52), indicando que velarán “por los intereses generales con sujeción y observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico” en el desempeño de sus tareas, como en los principios éticos (art. 53.1). Por otro lado, tipifica como falta disciplinaria muy grave “El incumplimiento del deber de respeto a la Constitución” (art. 95.2.a).

Los derechos del alumnado, así como los de los padres, madres y tutores legales, y los deberes del profesorado, tanto los contenidos en el EBEP en relación con los empleados públicos como los referenciados en las normas educativas vigentes, forman parte de ese perímetro de bienes constitucionalmente protegidos. Así, entre los derechos del alumnado, la LODE señala el derecho “A recibir una formación integral que contribuya al pleno desarrollo de su personalidad” (en relación con el art. 27.2 de la Constitución), así como “A que se respete su libertad de conciencia, sus convicciones religiosas y sus convicciones morales, de acuerdo con la Constitución” (art. 6.3,f); asimismo, el de los padres, madres y tutores “A que reciban una educación, con la máxima garantía de calidad, conforme con los fines establecidos en la Constitución, en el correspondiente Estatuto de Autonomía y en las leyes educativas” (art. 4.1,a).

La especialización docente ha sido señalada como otro de los límites a la libertad de cátedra, especialmente en la Educación Secundaria, que viene delimitada por los currículos de las distintas áreas, materias, ámbitos y módulos establecidos por la normativa educativa. Y en tanto que el artículo 81 de la Constitución reserva a materia de ley orgánica el desarrollo de los derechos fundamentales y las libertades públicas, también constituye un límite a la libertad de cátedra las leyes orgánicas en vigencia en educación (LODE y LOE/LOMLOE[5]) y su desarrollo mediante Reales Decretos que establecen las enseñanzas mínimas, la correspondiente normativa de desarrollo en las comunidades autónomas, conforme a la distribución de competencias establecida en el artículo 6 bis de la LOE/LOMLOE, así como lo regulado en los correspondientes proyectos educativos y programaciones didácticas de los equipos de ciclo y departamentos. Así, es común en la normativa que regula los reglamentos orgánicos a nivel autonómico el que, entre las funciones de los coordinadores de ciclo y jefaturas de los departamentos de coordinación didáctica, se encuentre la de coordinación de las enseñanzas conforme a lo establecido en las programaciones didácticas y proyecto educativo del centro.

Señala el artículo 121.3 de la LOE/LOMLOE que “corresponde a las Administraciones educativas contribuir al desarrollo del currículo favoreciendo la elaboración de modelos abiertos de programación docente y de materiales didácticos que atiendan a las distintas necesidades de los alumnos y alumnas y del profesorado”; esos “modelos abiertos de programación docente” se concretan en el proyecto educativo del centro, que atenderá a la realidad del mismo para la consecución de los fines educativos. Este proyecto educativo que las distintas leyes educativas han ido configurando como ámbito de autonomía del centro origina un límite más a la libertad de cátedra del docente, quien a través de las programaciones didácticas debe atender a los criterios establecidos en el mismo, teniendo en cuenta el entorno social y las características del alumnado. De esta manera, desde la programación general de la enseñanza que corresponde al gobierno hasta la programación didáctica se configura una estructura de “caja china”, siendo la caja mínima o más próxima al profesor la programación didáctica del equipo de ciclo o departamento. Ni siquiera la capacidad de decisión del profesorado se reflejará en la metodología didáctica, pues también estará condicionada por lo establecido en la correspondiente programación didáctica, que tendrá en cuenta las orientaciones metodológicas establecidas por la normativa educativa de referencia.

A todo este repertorio de límites que cercan la libertad de cátedra –y que conllevan en ocasiones problemáticas que afectan a la vida del centro[6]– hay que añadir la supervisión del servicio de inspección educativa (Frades, 2019, pp. 44-47), que vela por el cumplimiento y correcta aplicación de los principios y normas establecidas en la normativa vigente.

 

Los sujetos del derecho

Como se ha referido anteriormente, la cuestión sobre si la atribución de la libertad de cátedra incumbe a todos los docentes, con independencia del nivel educativo en el que ejerzan la función docente, o si queda restringida únicamente al profesorado universitario quedó resuelta mediante Sentencia del Tribunal Constitucional 5/1981, que otorgó ese derecho a todo el profesorado, ya sea de centros públicos o privados, confiriendo de esta forma al docente de una autonomía frente a injerencias de los poderes públicos o de los titulares de los centros privados. Sin embargo esa autonomía del profesor quedará ampliamente limitada, tanto por los derechos contenidos en el artículo 27 de la Constitución –y que originan los relacionados en el apartado anterior– como por los contenidos en el apartado 4 del artículo 20, especialmente la protección de la juventud y de la infancia, sin menoscabar –como no podía ser de otra manera– la verdad como límite, acorde con el código deontológico que debe regir la praxis educativa (Martínez-Otero, 2006, p. 8).

Respecto a la protección de la juventud y de la infancia, las primeras sentencias del Tribunal Constitucional mostraron especial atención a la protección de la moral sexual, en consonancia con algunas sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos[7]; así, la Sentencia 62/1982, de 15 de octubre, tildaba el libro titulado A ver como ofensivo para la moral sexual, para las buenas costumbres y la decencia pública y señalaba que, en relación al contenido de los actos, “la gravedad y trascendencia del hecho es siempre mayor cuando el sujeto pasivo es un menor, sobre todo cuanto más temprana sea la edad” (fundamento jurídico cuarto). Sin embargo, en una sentencia anterior el mismo tribunal había advertido sobre la limitación injustificada de los derechos fundamentales (Sentencia 2/1982, de 29 de enero).

Esa protección de la juventud y de la infancia conlleva que el derecho fundamental a la libertad de cátedra sea mucho más limitado en las enseñanzas dirigidas al alumnado menor de 16 años. Sin embargo, en los niveles postobligatorios el alumnado posee una madurez suficiente para desarrollar el sentido crítico, lo que permite al profesorado una mayor libertad pedagógica, sin perjuicio de los límites anteriormente expuestos. Roberto Suárez (2011) lo resume de la siguiente forma: “a mayor capacidad crítica del alumno, mayor libertad del profesor” (p. 460).

Por todo lo anteriormente expuesto defendemos que la libertad de cátedra debería desarrollarse mediante ley orgánica, como así se ha efectuado con otros derechos fundamentales y libertades públicas, como es el derecho a la vida, el derecho a la libertad y a la seguridad, la libertad religiosa, el derecho al honor y a la intimidad personal y familiar, la libertad de expresión y de información, el derecho de reunión y de asociación, el derecho de petición, la libertad de sindicación y el derecho de huelga y, por supuesto, el derecho a la educación. Sin una regulación que esclarezca las limitaciones exigidas por la normativa y alumbre sobre la evolución del amplio tejido confeccionado por el supremo intérprete de nuestra Constitución desde sus más jóvenes sentencias, la libertad de cátedra, especialmente en la enseñanza no universitaria, parece que queda limitada a una libertad de expresión similar a lo que los alemanes denominaron libertad pedagógica. Nogueira (1988) la denomina una “libertad individual ejercida frente a los poderes públicos” (p. 88), lo que no deja de ser un derecho ya amparado por la normativa correspondiente de los empleados públicos.

 

La libertad de cátedra en los centros públicos

En la STC 5/1981, ya referida, el máximo intérprete de la Constitución advertía sobre la garantía institucional que supone la libertad de cátedra frente a la intromisión de cualquier tipo de tendencia ideológica que se pretenda sea adoptada por el docente:

 “En los centros públicos de cualquier grado o nivel la libertad de cátedra tiene un contenido negativo uniforme en cuanto que habilita al docente para resistir cualquier mandato de dar a su enseñanza una orientación ideológica determinada, es decir, cualquier orientación que implique un determinado enfoque de la realidad natural, histórica o social dentro de los que el amplio marco de los principios constitucionales hacen posible” (fundamento jurídico noveno).

Los centros públicos deben impartir una enseñanza neutra[8], conforme al artículo 16.1 de la Constitución, que garantiza la libertad religiosa, ideológica y de culto, pero cabe preguntarse si ello es posible en la práctica en todas las asignaturas. Al margen de que algunas materias puedan resultar más tendentes a que se abran en el aula debates sobre este tipo de cuestiones, el docente siempre deberá tener presente que, si bien puede expresar su opinión, esta estará condicionada por los planes de estudios, por un lado, y por la madurez del alumnado, en relación a su edad, por otro. Es obligación del profesorado la programación y enseñanza de las áreas, materias, ámbitos o módulos encomendados (art. 91.1.a. de la LOE/LOMLOE), por lo que no podrá impartir contenidos que correspondan a otras materias o cursos alegando su libertad de cátedra, sin perjuicio de la atención a la diversidad. La libertad del docente se restringe únicamente a introducir su visión personal en la impartición de dichos contenidos. Así, no tendría ningún sentido que un profesor o profesora en una clase de Matemáticas, por ejemplo, vertiera su opinión sobre un determinado partido político, sea cual sea la edad del alumnado, puesto que el tema objeto de debate no tiene relación alguna con el currículo de su área o materia; ni que un docente de Educación Infantil opinase en el aula sobre el origen del Covid-19, en tanto que el alumnado no tiene la madurez suficiente para abordar este tipo de cuestiones. Continuando con la ejemplificación, sí estaría amparado por la libertad de cátedra un profesor o profesora que muestre su opinión a unos discentes de Literatura Universal sobre la riqueza de la prosa de Flaubert frente a otros narradores españoles desde un punto de vista crítico, dando cabida a otras opiniones contrarias y sin ningún afán de imposición de una postura determinada.

Por otro lado, al igual que ya ocurrió con la interpretación dada por la jurisprudencia con respecto a la asignatura de Educación para la Ciudadanía, el profesor deberá tener en cuenta que no podrá imponer una toma de posesión sobre cuestiones morales que puedan resultar controvertidas, sino que debe adoptar un sensato distanciamiento, según ya estableció el Tribunal Supremo en Sentencia de 11 de febrero de 2009: “En una sociedad democrática, no debe ser la Administración educativa –ni tampoco los centros docentes, ni los concretos profesores– quien se erija en árbitro de las cuestiones morales controvertidas” (fundamento jurídico decimoquinto). En todo caso, debe quedar claro que el docente está aportando una opinión, siempre dentro del ámbito de los principios constitucionales, como cualquier otra que el alumnado pueda verter en el aula sobre el tema objeto de debate, sin ningún ánimo de adoctrinamiento de aquel. A este respecto debemos tener presente la Sentencia 7511/76 del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 25 de febrero de 1982 (Caso Campbell y Cosans), según la cual el Estado, en asunción de sus funciones en materia de educación y enseñanza, debe velar por que los conocimientos se difundan “de manera objetiva, crítica y pluralista”, por lo que se prohíbe que se persigan “finalidades de adoctrinamiento que puedan considerarse que no respetan las convicciones religiosas y filosóficas de los padres. Este es el límite que no debe rebasarse” (p. 15).

Queda claro que el profesorado de los centros públicos debe respetar la neutralidad ideológica, lo que prohíbe cualquier tipo de adoctrinamiento del alumnado. Esto no supone un límite más a los señalados en el apartado anterior respecto a la libertad de cátedra, pues no se trata más que de dar cumplimiento a lo contenido en el artículo 27.3 constitucional, que establece el “derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, lo que conlleva el que los padres que hayan optado por un centro público y, por tanto, exento de ideario propio, y no por un centro con una orientación ideológica determinada, vean respetada la neutralidad ideológica de la enseñanza pública y el principio de aconfesionalidad del Estado (art. 16.3 CE y 18.1 LODE).

Siendo estos los extremos fijados para la libertad de cátedra de los agentes educativos en la enseñanza pública no universitaria, parece que aquella se reduce a una simple libertad de expresión en el ámbito de la enseñanza, en los términos en los que la Constitución alemana entendía por libertad pedagógica, concretada en la autonomía para la organización de las clases y la valoración del rendimiento de los alumnos (Vidal, 385).

 

La libertad de cátedra en los centros privados concertados

El concepto de libertad de cátedra está asociado al de libertad de enseñanza, entendiendo por esta la libertad de creación de centros de enseñanza, según establece el artículo 27.6 del texto constitucional, como muestra –en palabras de Francisco Tomás y Valiente en su voto particular a la ya mencionada STC 5/1981– de un “pluralismo educativo institucionalizado”. En el caso de los centros privados concertados, el ejercicio por parte titular del centro de su actividad empresarial estará condicionada por la formalización del concierto educativo, en el que constarán los derechos y obligaciones de ambas partes, según lo establecido en el artículo 10 del Real Decreto 2377/1985 de 28 de diciembre, que aprueba el Reglamento de Normas Básicas sobre Conciertos Educativos.

Si anteriormente hemos referido que el profesorado de los centros públicos debe eludir cualquier tipo de adoctrinamiento, el profesorado de los centros privados debe respetar su ideario o carácter propio, en tanto que los padres han podido elegir dicho centro en atención al mismo; ya lo manifestó la LODE en su preámbulo, que continúa en vigor. El ideario del centro presenta y da a conocer a las familias los valores que lo definen (de tipo religioso y moral, ecológico, intelectual, afectivo…) y caracterizan el modelo de persona que pretenden formar (Lara y Fernández, 2005, p. 397), pretendiendo con ello facilitar la opción educativa a los interesados, en consonancia con lo establecido en el artículo 27.6 de la Constitución con respecto a la libertad de creación de centros docentes y en el artículo 38 relativo a la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado.

El artículo 115 de la LOE/LOMLOE dice a este respecto: “los titulares de los centros privados tendrán derecho a establecer el carácter propio de los mismos que, en todo caso, deberá respetar los derechos garantizados a profesores, padres y alumnos en la Constitución y en las leyes.” Al decir que deben garantizar los derechos del profesorado se entiende que también deben respetar el derecho a la libertad de cátedra. Sin embargo, la ideología establecida por el titular del centro a través de ese carácter propio o ideario constituye otro límite más que añadir con respecto al profesorado de la enseñanza pública. Sobre este aspecto, la STC 77/1985, de 27 de junio, dice lo siguiente:

“la no expresión por parte del legislador de un límite a un derecho constitucional expresamente configurado como tal no significa sin más su inexistencia, sino que ese límite puede derivar directamente del reconocimiento constitucional o legal, o de ambos a la vez, de otro derecho que pueda entrar en colisión con aquél (…). Por otro lado, cabe recordar que el derecho del titular del Centro no tiene carácter absoluto y está sujeto a límites y a posibles limitaciones, quedando siempre a salvo, de acuerdo con el art. 53.1 de la C.E., su contenido esencial”. (Fundamento jurídico noveno).

La libre elección del profesorado en los centros privados, siguiendo lo establecido en el artículo 60 de la LODE para los privados concertados, es una de las características que diferencia a estos centros de los públicos. Ello no quiere decir, como ya argumentó la Sentencia del Tribunal Constitucional 5/1981 (ya citada), que el profesor deba convertirse en apologista de dicho ideario “ni a transformar su enseñanza en propaganda, ni a subordinar a ese ideario las exigencias que el rigor científico impone a su labor” (fundamento jurídico décimo), pero tampoco puede “dirigir ataques abiertos o solapados contra ese ideario”, puesto que el componente ideológico funciona en el caso de los centros privados como límite de la libertad de cátedra; en este sentido, destaca Manuel Salguero (1995) que “la sintonía con la línea ideológica de la organización se presupone tácitamente” (p. 546), pudiendo derivar en causa de extinción de la relación laboral una labor docente que ataque abiertamente el ideario del centro, puesto que la existencia del carácter propio de los centros privados obligan al docente a una actitud de respeto y de no ataque al mismo (STC 77/1985, FJ nº 9). El texto actualmente vigente de la LODE mantiene que es causa de incumplimiento grave del concierto por parte del titular del centro el “separarse del procedimiento de selección y despido del profesorado establecido en los artículos precedentes” (art. 62.2,d), lo que –como destaca Pedro Gómez (2016, p. 410)– no tiene sentido actualmente por carecer de referencia normativa de aplicación, especialmente en el caso del despido[9].

Mª Teresa Regueiro (1994) habla de la exigencia de una compatibilidad entre la libertad del docente y la libertad del centro (p. 204), manifestada a través de su ideario; sin embargo, ya el propio Tribunal Constitucional, en sentencia 47/1985, de 27 de marzo, indicó que “la simple disconformidad de un Profesor respecto al ideario del Centro no puede ser causa de despido, si no se ha exteriorizado o puesto de manifiesto en alguna de las actividades educativas del Centro” (fundamento jurídico tercero), no bastando para ser causa de despido una “disconformidad no exteriorizada” con el ideario del centro (sentencia anteriormente citada, fundamento jurídico cuarto), pues se estaría violando lo dispuesto en los artículos 14 y 16.1 de la Constitución. Tampoco lo serían las “simples y aisladas discrepancias a propósito de algún aspecto del ideario del centro”, como ya defendió Tomás y Valiente en su voto particular a la STC 5/1981. Por el contrario, sí sería causa legítima de extinción del contrato de trabajo una actividad docente hostil o contraria al carácter propio del centro docente privado siempre que “los hechos o el hecho constitutivos de «ataque abierto o solapado» al ideario del Centro resulten probados por quien los alega como causa de despido, esto es, por el empresario” (STC 47/1985, FJ nº 3).

Puede darse el caso de que un centro privado cambie de ideario, ya sea por cambio de titularidad del centro o por cualquier otra circunstancia. Señala la LOE/LOMLOE que cualquier modificación del carácter propio del centro se pondrá en conocimiento de la comunidad educativa con la antelación suficiente, para lo que el centro arbitrará los medios de publicidad oportunos, y que, una vez iniciado el curso, no surtirá efectos hasta que se finalice el proceso de admisión y escolarización del alumnado para el siguiente curso escolar (art. 115.3); así pues, de igual manera que el alumno o alumna podría cambiar de centro en el caso de disconformidad con el nuevo ideario, el profesorado tendría derecho a una rescisión de su contrato. En el caso en que sea el profesor o profesora el que cambiase su ideario no existiría ningún problema, puesto que bastaría con que no realizase conductas que atenten contra el ideario del centro que den lugar a una colisión de derechos entre las partes contratantes.

En definitiva, el derecho a la libertad de cátedra del profesorado en los centros privados debe salvaguardar asimismo el derecho de los padres a que sus hijos e hijas reciban una educación acorde con sus convicciones, mediante el respeto del ideario del centro por parte del profesorado, que, si bien no está obligado a convertirse en apologista del mismo, tampoco puede desarrollar una función docente que infrinja los principios rectores del carácter propio que el titular del centro quiso imprimir.

                                                                                              

Conclusiones

El derecho a la libertad de cátedra, con amplia trascendencia en otras constituciones europeas, inicia un efímero recorrido en España en la constitución republicana de 1931. Tras su interrupción originada por un período de supresión de derechos, renace en la Constitución de 1978 como uno de los derechos fundamentales que, no obstante, carece aún de un desarrollo legislativo mediante ley orgánica, a excepción de una escueta referencia en la ley orgánica de educación de 1985, con vigencia en la actualidad.

Ha sido el Alto Tribunal el que, a través de la interpretación del artículo 20 de la Constitución, ha ido matizando su alcance y, especialmente, sus límites, tanto en la enseñanza pública como en la privada. Entre otras cuestiones de indudable relevancia, ha destacado este tribunal que los centros públicos, al igual que todas las instituciones públicas, han de ser ideológicamente neutrales, y que los centros privados tienen un ideario propio que debe ser respetado por el profesorado, que voluntariamente ha establecido una relación laboral con previo conocimiento de dicho ideario. El profesorado de los centros privados no tiene la obligación de convertirse en portador del ideario, pero tampoco puede atacarlo mediante su actividad docente; lo contrario supondría una causa de extinción del contrato de trabajo, siempre que no se trate de un hecho puntual, sino que exista una continuidad en la actitud del profesor o profesora.

La ubicación de este derecho dentro de la Constitución lo relaciona con la libertad de expresión en el ámbito educativo, pero sin que ello conlleve una desnaturalización de una enseñanza que debe ser neutral en los centros de naturaleza pública y acorde con el ideario o carácter propio en los centros privados. El profesorado tiene la misión de transmitir los conocimientos de su área, materia, módulo o ámbito, además de los valores establecidos en la correspondiente ley educativa desde una libertad de expresión acorde con la madurez del alumnado y en correspondencia asimismo con la temática objeto de su disciplina, sin que ello pueda derivar en ninguna forma de adoctrinamiento.

Las enseñanzas fijadas por el gobierno y las comunidades autónomas para cada una de las etapas educativas mediante el establecimiento de los objetivos, competencias, contenidos, métodos pedagógicos y criterios de evaluación que constituyen el currículo, junto con el proyecto educativo de los centros y las programaciones didácticas elaboradas por los órganos de coordinación docente, además de los deberes de los funcionarios establecidos en la normativa de referencia y el preceptivo respeto a los principios democráticos que marca el ordenamiento jurídico, a lo que se añade el respeto al ideario en los centros privados, marcan unos límites que dejan un espacio muy reducido a la libertad de cátedra del profesorado de las enseñanzas no universitarias. Por último, es función de la inspección educativa supervisar la subordinación del derecho a la libertad de cátedra a los aspectos anteriormente referidos, como garantía de los derechos del alumnado y los deberes de los docentes.

 

Financiación

Sin financiación expresa

 

Conflicto de intereses

Ninguno

 

Referencias bibliográficas

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Referencias normativas

Constitución española de 1978.

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Consejo de Europa (1950). Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales.

Ley Orgánica 8/1985, de 3 de julio, reguladora del Derecho a la Educación.

Real Decreto 2377/1985 de 28 de diciembre, que aprueba el Reglamento de Normas Básicas sobre Conciertos Educativos.

Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo.

Ley Orgánica 2/20006, de 3 de mayo, de Educación, modificada por Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre.

Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público.

 

Referencias jurisprudenciales

Sentencia 5493/72 del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 7 de diciembre de 1976.

Sentencia del Tribunal Constitucional 5/1981, de 13 de febrero (BOE nº 47 de 24 de febrero de 1981).

Sentencia del Tribunal Constitucional 11/1981, de 8 de abril (BOE nº 99, de 25 de abril de 1981).

Sentencia del Tribunal Constitucional 2/1982, de 29 de enero (BOE nº 49, de 26 de febrero de 1982).

Sentencia 7511/76 del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 25 de febrero de 1982.

Sentencia del Tribunal Constitucional 62/1982, de 15 de octubre (BOE nº 276, de 17 de noviembre de 1982).

Sentencia del Tribunal Constitucional 47/1985, de 27 de marzo (BOE núm. 94, de 19 de abril de 1985).

Sentencia del Tribunal Constitucional 77/1985, de 27 de junio (BOE núm. 170, de 17 de julio de 1985).

Sentencia del Tribunal Constitucional 106/1990, de 6 de junio (BOE nº 160, de 5 de julio de 1990).

Sentencia del Tribunal Constitucional 217/1992, de 1 de diciembre (BOE nº 307 de 23 de diciembre de 1992).

Sentencia del Tribunal Constitucional 212/1993, de 28 de junio (BOE nº 183, de 2 de agosto de 1993).

Sentencia del Tribunal Constitucional 179/1996, de 12 de noviembre (BOE nº 303, de 17 de diciembre de 1996).

Sentencia del Tribunal Supremo (Sala de lo Contencioso, Sección 1), de 11 de febrero de 2009 (Recurso 1013/2008 - ROJ: STS 341/2009).

 



[1] Para un estudio de la Constitución de Weimar, véase Häberle (2019).

[2] El Convenio Europeo de Derechos Humanos (4 de noviembre de 1950) no incluyó la libertad de enseñanza en el artículo 10 dedicado a la libertad de expresión, sino en el noveno, dedicado a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.

[3] Otras constituciones de países miembros de la Unión Europea no son mucho más explícitas en la redacción: la Constitución portuguesa de 1976 garantiza en su artículo 42.1 “la libertad de enseñar y aprender”; la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania (1949) habla de libertad de enseñanza, siempre que se respete la Constitución (art. 5.3); el artículo 33 de la Constitución italiana (1947) dice: “Son libres el arte y la ciencia y será libre su enseñanza”; el artículo 16 de la Constitución de Grecia (1975) reconoce la libertad universitaria y la libertad de enseñanza, que “no dispensan del deber de obediencia a la Constitución”. Es, por tanto, un principio común en los textos constitucionales de los países miembros la garantía de la libertad de enseñanza de los docentes, como también es común la imprecisión de su alcance.

[4] Para un estudio del uso de estos conceptos en algunas constituciones, entre ellas la española, vid. Martínez Estay (2019).

[5] El currículo oficial fija los objetivos, los contenidos y los criterios de evaluación de cada materia, área, módulo o ámbito. La LOMLOE ha eliminado la obligatoriedad de los estándares de aprendizaje evaluables, permitiendo con ello un mayor margen de maniobra al profesorado y autonomía pedagógica. Por otro lado, también se ha conseguido la posibilidad –de la que Bolívar hablaba en 2010 (p. 15)– de agrupación de materias en ámbitos tanto en Primaria como en los tres primeros cursos de la ESO.

 

[6] Artículos como los de Nando Rosales y Sanz Ponce (2019, pp. 9-14) y Cadórniga Díaz y Alén de la Torre (2021, pp. 13-26) contienen una selección de casos prácticos sobre el tema que nos ocupa.

[7] El libro rojo del cole (1969) fue una polémica publicación danesa, traducida y editada en numerosos países, que dio lugar a varias sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Entre ellas, la sentencia 5493/72 (caso Handyside) imponía la moral como límite del derecho de expresión establecido en el artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (1950).

[8] Isidoro Martín (1986) sostiene que en los centros públicos esta neutralidad debe entenderse “en el sentido de respeto a las diversas creencias religiosas e ideológicas y no como la imposición por el Estado de una pedagogía fundada sobre la exclusión sistemática de los valores religiosos” (p. 206).

[9] La Disposición final primera de la LOE/LOMLOE ha modificado la Ley Orgánica 8/1985, de 3 de julio, reguladora del Derecho a la Educación; entre las modificaciones ha añadido el siguiente apartado al artículo sexagésimo: “La extinción de la relación laboral de profesores o profesoras de los centros concertados deberá ser comunicada al Consejo Escolar del centro para que, en su caso, puedan establecerse los procesos de conciliación necesarios”.