La educación del alumnado considerado con necesidades educativas especiales en la LOMLOE

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The education of students with special educational needs at LOMLOE

 

Gerardo Echeita Sarrionandia

Departamento Interfacultativo de Psicología Evolutiva y de la Educación.

Facultad de Psicología. Universidad Autónoma de Madrid

 

 

DOI

https://doi.org/10.23824/ase.v0i35.721

 

Resumen

En este artículo se analiza críticamente el planteamiento que se hace en la LOMLOE respecto al alumnado con necesidades educativas especiales, que debería estar enmarcado en el compromiso español e internacional con el desarrollo de una educación más inclusiva. Se considera que el marco establecido viene a ser, sin embargo, una oportunidad perdida para ello, manteniendo esta valoración en base al análisis de las principales creencias y valores en los que dicho marco parece sostenerse. Alternativamente se platean algunos pilares para avanzar en esa ambición que tienen que ver con la consideración de la educación inclusiva como un derecho y en la tarea de construir un modelo de apoyo inclusivo que supere la estrecha visión existente en la actualidad.

 

Palabras clave: LOMLOE, educación inclusiva, necesidades educativas especiales, derechos, apoyo inclusivo.

 

Abstract

This paper critically analyses LOMLOE's approach to students with special educational needs, which should be framed in the Spanish and international commitment with inclusive education. The established framework is, however, a missed opportunity for this, maintaining this assessment on the analysis of the main beliefs and values in which it seems to be sustained. Alternatively, some pillars are shared to advance to this international ambition that have to do with the consideration of inclusive education as a human right and in the task of building an inclusive support model that surpasses today's narrow vision.

 

Key words: LOMLOE, inclusive Education, special educational needs, human rights, inclusive support.

 


 

Introducción.

El propósito de avanzar hacia una educación más inclusiva está instalado en el ideario y en la agenda internacional y nacional al más alto nivel que cabría desear, si nos atenemos a los hechos de que, por ejemplo, tiene la consideración de ser uno de los diecisiete Objetivos para el Desarrollo Sostenible (ODS) establecidos por Naciones Unidas para ser alcanzados por los países signatarios en 2030 (en concreto el número 4) o, desde la perspectiva nacional, al haberse señalado como uno de los motivos y principios inspiradores de la recién aprobada Ley Orgánica de Modificación de la Ley de Ordenación Educativa (LOMLOE, 2019) (ver, por ejemplo, Art. 1,b). En este artículo y tras justificar brevemente la relevancia de la educación inclusiva en el panorama educativo actual y algunas consideraciones sobre su significado y alcance, me centraré en analizar y valorar lo establecido al respecto en la LOMLOE, pero muy en particular con respecto al alumnado que en la propia ley se sigue considerando con necesidades educativas especiales, un subcategoría de alumnos y alumnas dentro de otra más amplia denominada alumnado con necesidades específicas de apoyo educativo (Título III. Capt. 1. Art. 71). A mi parecer la ley representa un estancamiento respecto al derecho de este alumnado en particular y de todos en general, a una educación de calidad (que no puede ser, por ello, sino inclusiva), sin que ello signifique que la ley no suponga un freno a la deriva de creciente inequidad por la que estaba (y sigue) transitando nuestro sistema educativo desde hace una década (REDE, 2020) o que no tenga otros aspectos dignos de reconocimiento y valoración positiva.

 

Entre el todos y el algunos

Aun siendo bien consciente de lo arbitrario que resulta poner fechas a los procesos de transformación de los sistemas educativos, bien podría decirse que tan importante posicionamiento en pro de una educación más inclusiva arranca con fuerza hace casi treinta años con motivo de los trabajos preparatorios y el desarrollo propiamente dicho de la Conferencia Internacional promovida por UNESCO y auspiciada por el Gobierno de España, relativa a las “Necesidades Educativas Especiales. Acceso y calidad” (UNESCO, 1994). Su ya más que famosa Declaración de Salamanca y el Marco de Acción que de ella emanaron, han sido un indiscutible marco de referencia -a modo de faro-, para guiar a los países participantes en el difícil y turbulento viaje hacia la transformación de sus sistemas educativos con un horizonte inclusivo (Echeita, 2019; UNESCO, 2020b), bien capturado en el principio rector de dicha Declaración, si en el cambiamos la errónea traducción al español de escuela integradora por la original escuela inclusiva:

El principio rector de este Marco de Acción es que las escuelas deben acoger a todos los niños, independientemente de sus condiciones físicas, intelectuales, sociales, emocionales, lingüísticas u otras. Deben acoger a niños con discapacidad y niños bien dotados, a niños que viven en la calle y que trabajan, niños de poblaciones remotas o nómadas, niños de minorías lingüísticas, étnicas o culturales y niños de otros grupos o zonas desfavorecidos o marginados… Las escuelas tienen que encontrar la manera de educar con éxito a todos los niños, incluidos aquellos con discapacidades graves… Esta idea ha llevado al de escuela integradora (inclusiva). El reto con que se enfrentan las escuelas integradoras (inclusivas) es el de desarrollar una pedagogía centrada en el niño, capaz de educar con éxito a todos los niños y niñas... Con su creación se da un paso muy importante para intentar cambiar las actitudes de discriminación, crear comunidades que acojan a todos y sociedades integradoras. (UNESCO, 1994, pág. 6. Los añadidos entre paréntesis y los énfasis son míos).

Hoy, y a la vista de los informes de la propia UNESCO (2020 a, b), es inimaginable un sistema educativo en el mundo que no haya incorporado ya, o al menos esté en ello, aunque sea retóricamente, el tema de la inclusión, aunque también es cierto que sigue habiendo una cierta confusión sobre su significado y alcance (confusión, a mi entender, muchas veces interesada y motivada por quienes gustan de mantener el estatus quo). No es mi intención ahora ni polemizar sobre ello ni resumir lo que otros vienen haciendo respecto a la explicación de las diferentes visiones o perspectivas sobre el tema (Ydo, 2020), muchas de las cuales, de fondo, se diferencian sobre todo con relación a la respuesta que dan a la pregunta; “¿de quién hablamos cuando hablamos de inclusión?”. Una cuestión que para algunos remite a una perspectiva estrecha sobre la educación inclusiva y relativa, en lo fundamental, a lo que se espera que hay que hacer desde el punto de vista de la educación escolar con algunas o algunos estudiantes (particularmente vulnerables, difíciles de enseñar, raros o especiales). Para otros, sin embargo, remite a una perspectiva mucho más amplia, holística, sistémica que nos conecta con la pregunta de cómo debemos educar a todas y todos los niños (Antoninis, April, Barakat, et al. 2020), adolescentes y jóvenes para que, llegado el día, sean ciudadanos de una sociedad plenamente respetuosa con la diversidad, esa cualidad que representa la marca del género humano. Reconocimiento y respeto a la diversidad que tiene que estar enmarcado -para que conste-, en un cuadro de derechos y deberes compartidos como es el conocido como Sistema Internacional de protección de los Derechos Humanos[1].

Desde hace tiempo personalmente me ubico en esta segunda perspectiva (Echeita, 2019) y es desde esta desde la que realizo mi valoración crítica sobre el limitado alcance que supone la LOMLOE respecto a estas cuestiones. Se trata, en todo caso, de un asunto muy complejo y dilemático, que compromete las siguientes acciones: tratar de conseguir una acción educativa capaz de articular con equidad las oportunidades para que cualquier alumno o alumna pueda compartir los centros, aulas, espacios, tiempos y actividades de eso que llamamos escuela ordinaria o común; que lo puedan hacer, no de cualquier modo o a cualquier precio (o menosprecio) sino, por el contrario, sintiéndose parte de un grupo donde prevalecen las relaciones sociales positivas, el cuidado mutuo y el respeto a las diferencias que nos hace ser a cada uno iguales en la diversidad; y todo ello, como condición necesaria, aunque no suficiente, para que todos ellos y ellas aprenden, mejoren personalizadamente, “hasta el infinito y más allá”; esto es, sin que haya algunos que no lo consigan a cuenta de las cortapisas o barreras derivadas de ciertas concepciones y actitudes en los docentes y otros agentes educativos que con ellos se relacionan y que se encarnan y concretan en formas de enseñar y evaluar dominadas por las bajas expectativas, los prejuicios y ciertas concepciones psicopedagógicas (Echeita, López, Simón y Urbina, 2013). Pero lo cierto es que, siendo necesario tener en mente a todo el alumnado también hay grandes porcentajes de alumnos y alumnas en situaciones de segregación escolar, sea por razones de capacidad, económicas o sociales; que no son menos los que viven a diario relaciones de marginación, menosprecio o maltrato por sus iguales (y en ocasiones también por sus docentes); y que no debería ser de recibo desayunarnos todos los días con las estadísticas sobre fracaso y abandono escolar temprano (Carrasco, Pamies y Narciso, 2018; REDES, 2020), por cuanto bien sabemos que esa pesada losa lastrará el futuro laboral de esos mismos estudiantes salvo que la suerte o la capacidad de resiliencia salga a su encuentro.

¿Cómo ocuparnos de mejorar la educación de todos y al mismo tiempo de algunos más vulnerables? ¿Cómo se ha resuelto ese dilema? Hasta la fecha la estrategia que está instalada históricamente en la mayoría de los sistemas educativos es bien conocida: “dígame quienes son unos y quienes son los otros”; esto es, diferenciémoslos mediante sistemas de evaluación, clasificación o categorización, en particular a los segundos (lo más vulnerables). Posteriormente concentremos o focalicemos en ellos las llamadas entre nosotros, eufemísticamente, “medidas de atención a la diversidad” (Escudero y Martínez, 2011; Portela, Nieto y Soriano, 2009), (eufemísticamente porque estas medidas no son para la diversidad, que es el sustantivo colectivo con el que se quería designar que todos los estudiantes son distintos, y no que unos son más diversos que otros), así como la estrategia para la provisión de los recursos adicionales, singulares o especiales (materiales y humanos) que parecen necesitar. Tal es el caso de lo que se viene haciendo desde in illo tempore con el alumnado otrora considerado disminuido, deficiente, minusválido, discapacitado, hoy alumnado con necesidades educativas especiales. Para ello, se han articulado las normas y se han instalado capacidades ad hoc en el sistema, a través, fundamentalmente, de los servicios de orientación educativa y psicopedagógica y de los servicios de inspección, así como desde las unidades administrativas con competencias en el tema, con varias finalidades. En primer lugar, reconocer, cuantificar y diferenciar al alumnado considerado con necesidades educativas especiales (mediante la evaluación psicopedagógica y los dictámenes de reconocimiento de tal condición) del alumnado normal. En segundo lugar, para que se dictamine y determine la modalidad de escolarización (que para algunos pude suponer su segregación parcial o total en centros de educación especial, Art 74 de la LOMLOE). Y, en tercer lugar, para la provisión del profesorado de apoyo que se estime eficiente y rentable, conforme un esquema de ratios: por tantos alumnos con n.e.e. tanto profesorado y personal de apoyo (lo más frecuentes conocidos popularmente por sus siglas: PTs, ALs y ATEs.) (Manzano, Hernández, de la Torre y Martín, 2021). Es el esquema o modelo de financiamiento llamado “input model of funding” o también “enfoque basado en la demanda” (“demand-side approach”) (AENEEEI, 2018). Y así opera nuestro sistema desde la LOGSE (1990) y así seguirá operando al amparo de la LOMLOE (2020), treinta años después, porque esta ley no ha supuesto ningún cambio al respecto de lo que ya se decía en la LOE (2006) que, por su parte, no hizo sino estirar los planteamientos de la LOGSE a este respecto, con el añadido de una macro categoría de alumnado vulnerable (el alumnado considerado con necesidades específicas de apoyo educativo), donde se integraban todos los estudiantes raros y difíciles de enseñar conocidos y por conocer. Ni que decir tiene que la LOMCE (2013) no solo mantuvo estos mismos esquemas, sino que empeoró otros muchos elementos de un sistema educativo que en esos años pasó de estar con buenos niveles de equidad, medidos según parámetros PISA, a descender rápidamente hacia niveles de inequidad incomprensibles (sobre todo en algunas Comunidades Autónomas como Madrid, véase SAFE THE CHILDREN, 2018), dados nuestros niveles de renta y otras características de nuestro país. Se trata de un modelo o forma de pensar (y de hacer) que de tan vieja que es[2] se ha insertado en nuestras mentes como creencias naturales, esas que, como diría Ortega (1934, p.2), “precisamente porque son creencias radicalísimas se confunde para nosotros con la realidad misma —son nuestro mundo y nuestro ser—, (y) pierden, por tanto, el carácter de ideas, de pensamientos nuestros que podían muy bien no habérsenos ocurrido”. Lo que hoy conocemos también son las consecuencias de esas creencias instaladas que lejos de ser inocuas, se configuran, en su conjunto, como las principales barreras para el desarrollo de un sistema más inclusivo. Así, por ejemplo, está más que demostrado que el proceso de diagnóstico/categorización del alumnado (“labelling”) que se sigue establecido en la LOMLOE, tiene efectos muy negativos sobre la autoestima de los propios estudiantes, sus expectativas, las de sus compañeros y las de su familia, por cuanto les victimiza y les estigmatiza. Además, ese señalamiento de factores individuales (sean déficits o trastornos en el desarrollo, sean dificultades específicas de aprendizaje o sean circunstancias sociales o familiares adversas), también limita las expectativas del profesorado por cuanto tiende a generar en ellos atribuciones / explicaciones causales, que quedan fuera de su control y que se consideran poco modificables. Esto es, desincentiva su disposición a llevar a cabo una revisión de los factores escolares comunes (organización escolar, pedagogía, programación, evaluación, etc.), que también están en juego en la ecuación de dicha desventaja (Ainscow, 2020). Una tercera consecuencia de estas formas de pensar y actuar propia de los esquemas comunes para atender a la diversidad, es que estimula lo que algunos autores han denominado “la búsqueda de la patología” (“search for pathology”’, Ysseldyke, 1987, citado por Jan Pijl, 2014, p. 249). Por otra parte, y como el propio Jan Pijl (2014) analiza, ocurre que en los centros escolares después de haberse asegurado una financiación adicional, no es infrecuente que suelan decidir transferir la atención de este alumnado a los especialistas u apoyos específicos incorporados al centro. El efecto indirecto de ello es que el profesorado tutor tiende a despreocuparse particularmente de ellos, lo que conlleva a no reflexionar sobre su propia práctica para hacerla, por ejemplo, más accesible e inclusiva. Una última consecuencia con esta perspectiva respecto al modelo de atención a la diversidad instalado en nuestro sistema educativo es que anima a los centros escolares a pedir incansablemente financiación adicional para cualquier tarea nueva u adicional que se les demande, algo de lo que, seguramente, pueden dar buena cuenta los servicios de inspección. De este modo, los centros escolares hacen a los gobiernos responsables de todos los desafíos e innovaciones que necesita la escuela y esperan que estas vengan de la mano con financiación adicional, lo que, paradójicamente, bloquea el desarrollo innovador y autónomo de los centros. Es lo que Frissen, 2005, (citado también por Jan Pijl, 2014), ha llamado “grant-addiction” (“adición a la financiación adicional”). Y lo cierto es que, volviendo a parafrasear a Ortega, estas políticas educativas podrían muy bien no habérsenos ocurrido, pero sobre todo lo que es urgente es tomar conciencia de que lo vivido no es un imperativo, sino una construcción social susceptible de deconstruirse en aras a “pensar de otro modo” (Ballard, 2013).

En efecto, hay ejemplos a nuestro alcance que nos muestran que no solo es deseable sino posible pensar de otro modo y actuar de otro modo; esto es, diseñar e implementar políticas educativas para promover la inclusión y la equidad que no parten de esos viejos supuestos o creencias y que nos acerquen a ese horizonte hacia el que, al menos formalmente, hemos acordado avanzar.

 

Mimbres para construir un sistema educativo más inclusivo.

Dice un viejo refrán -que a menudo me gusta recordar y aplicar a muchas situaciones -, que “el infierno está empedrado de buenas intenciones”. Con las supuestas mejores intenciones del mundo (si bien esta bondad no es vista como tal desde la sociología de la educación, véase si no el trabajo de Ridell, 2014), los sistemas educativos de casi todo el mundo se han venido organizado para atender al alumnado considerado hoy con n.e.e., bajo una perspectiva dual respecto a cómo se debe entender y valorar la diversidad del alumnado (normales versus especiales). Perspectiva dual que también se aplica a cómo se debe organizar la respuesta educativa que precisan los segundos, a la organización de los centros o la formación inicial del profesorado, entre otras. La primera de estas premisas es que resulta positivo y necesario diferenciar a los estudiantes considerados normales de aquellos que no lo son (necesitaremos para ello profesionales y prácticas que lo posibiliten; véanse orientadores y orientadoras y sus evaluaciones psicopedagógicas); agrupar a estos que son diferentes (que, por otra parte, son pocos, relativamente hablando) en espacios específicos (centros, aulas, programas singulares); con un profesorado a su cargo que esté igualmente especializado en la intervención terapéutica/rehabilitadora que estos supuestamente precisan (y por eso en España seguimos llamando a algunos, precisamente y como hace más de 60 años, Profesorado de Pedagogía Terapéutica (PTs) y profesorado de Audición y Lenguaje (ALs)); y que cuente con todos los recursos singulares que se piensen necesarios para educarles adecuadamente. El resultado esperado (que sin embargo nunca ha llegado, como el invitado en la obra de Godot) debería ser un sistema más rentable y eficiente para todos, porque ellos (los especiales) estarán mejor atendidos y los otros (nosotros), la mayoría, los normales, con sus docentes al frente, podrán seguir su desempeño habitual, sin dificultades añadidas ni estrés (Booth y Ainscow, 1998).

Aunque estoy convencido que para la mayoría estas creencias y formas actuar les siguen pareciendo naturales, razonables, la pregunta imperiosa ahora no es otra que; ¿Se podrían pensar de otro modo?; ¿Podría acudir TODO el alumnado a un mismo centro escolar, sin pasar por ningún filtro selectivo a modo de detector de capacidades o necesidades educativas especiales, teniendo sistemas de provisión de recursos apropiados para ello (personales y materiales) que no pasen imperiosamente por la categorización de algunos?; ¿Sería posible un sistema educativo organizado de forma que esté en condiciones de ofrecerles a todas y todos los estudiantes oportunidades justas, equiparables, para estar juntos, ser reconocido, participar y aprender? ¿Sería algo beneficioso para todos? La respuesta es un rotundo SI. ¿Son estas premisas las que han orientado la LOMLOE? La respuesta es un rotundo NO.

Hay muchas evidencias que sostienen la primera afirmación (Kefallinou, A., Symeonidou, S. & Meijer, 2020), si bien en este texto me voy a referir a las recogidas en un trabajo encargado y publicado por el propio Ministerio de Educación y Formación Profesional en el contexto de la preparación de la LOMLOE (Echeita, Simón, Muñoz, Martín, Palomo y Echeita, 2020). En este estudio se analizaron cuatro casos que, a los efectos del análisis que estoy haciendo, resultan no solo inspiradores sino también esperanzadores de que “siempre existe la posibilidad de lo posible”. Como el trabajo está publicado voy a rescatar de él solamente algunos aspectos que considero especialmente rompedores de nuestros habituales esquemas de pensamiento (creencias), con vistas a facilitar, llegado el caso y parafraseando ahora a Leonard Cohen, que al menos se abra una grieta en el pensar de algunos por la que entre una luz con suficiente capacidad como para hacernos dudar de nuestras habituales certezas y seguridades a este respecto.

 

Pilares para construir una educación escolar más inclusiva.

Conseguir un sistema educativo más inclusivo no es un mero acto de voluntad o deseo. No es suficiente con saber lo que se ambiciona ni con tener conocimientos disponibles para ello o de que tenga el respaldo jurídico de ser un derecho formal. Es un proceso de construcción complejo, dilemático y controvertido. A este respecto quiero llamar la atención, en primer lugar, sobre ese adverbio (más) acompañando al adjetivo (inclusiva) que califica al sustantivo del que estoy hablando (la educación), porque será la forma de enfatizar, precisamente, la idea de que no estamos ante una meta que se puede conseguir un día, para pasar después a otra cosa mariposa. Estamos ante un proceso continuo, sin fin, que debería ir siempre a más (como el amor), aunque bien sabemos que, en muchas ocasiones, también va a menos. Por otra parte, se trata de una meta que compromete transversalmente a todo los elementos o ámbitos de un sistema educativo, desde la ordenación del sistema, hasta el currículo o sus esquemas de financiación, pasando por la formación de su profesorado o los servicios de supervisión e inspección educativa. Se trata, en definitiva, de una empresa de carácter sistémico, multidimensional. Por ello, cualquier análisis que pretenda simplificarla o reducirla a unos pocos elementos resulta no solo simplificador sino, a la larga, poco útil. Ello no quiere decir que dentro de ese sistema no haya algunas piezas de singular relevancia. En lo que sigue analizaré algunas de ellas, pero sin perder de vista, insisto, en que tarde o temprano necesitarán del concurso armónico, coordinado o convergente de actuaciones en otras si no tan relevantes, siempre necesarias.

 

Una cuestión de derechos humanos

Para la sostenibilidad de este proceso, y por lo que respecta en particular al alumnado con n.e.e., un factor de primera importancia es tener claro las razones o motivaciones que mantendrán a sus diferentes actores activos, atentos y dispuestos a no desfallecer o rendirse cuando lleguen las turbulencias y las dificultades más importantes asociadas a este grupo en particular. En este sentido, el estudio que hemos realizado, - y que analiza con cierto detalle como los casos estudiados iniciaron y se sostienen en el que para algunos es ya un largo camino de más de treinta años-, muestra que en ellos ha jugado un papel muy importante la consideración de la educación inclusiva, no como un asunto técnico pedagógico sobre qué hacer con ese alumnado particularmente desafiante, sino como un asunto de derechos humanos. Ello es así, de entrada, porque dicho reconocimiento ha quedado establecido como tal, con toda su fuerza al amparo de lo dispuesto en el Art. 24 de la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPCD) (UN, 2006). Los derechos humanos son “instrumentos jurídicos que poseen justificación moral” (de Asis, Bariffi y Palacios, 2007, p. 91); no son, por ello, meros principios inspiradores susceptibles de llevarse a la práctica, si se puede, sino obligaciones jurídicas que tienen un fundamento moral (la igual dignidad de todas las vidas humanas). Por otra parte, conviene recordar, como en su momento hizo la hoy ex presidenta del Tribunal Constitucional, María Emilia Casas (2007, p. 43), que “la imposibilidad del ejercicio de los derechos no es cosa distinta, en sus efectos, a la ablación llana y lisa de su titularidad”. Por otra parte, y por lo que a España supone, la obligación de hacer cumplir ese derecho también tiene el amparo de los Art. 10.2 y 96.1 de la Constitución Española (CE), que establecen que las normas relativas a derechos humanos fundamentales (como la educación) que la CE ha establecido, deben interpretarse de conformidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de los tratados y acuerdos internacionales sobre esta materia ratificados por España. Quiero recordar que la CDPCD fue ratificada por España en 2008 y que por ello el derecho a la educación debería interpretarse, en adelante, como el derecho a una educación inclusiva, como así lo hace el Comité de Naciones Unidas encargado del seguimiento de dicha Convención en el marco de la conocida como Observación General n. 4 de dicho Comité (CNUCDPCD, 2016). Pienso que, ante una audiencia de inspectores e inspectoras de educación, lectores habituales de esta Revista, y garantes por su trabajo (entre otras funciones) del cumplimiento e interpretación ajustada a derecho de las normas educativas, parece importante tomar como se merecen estas consideraciones porque en ellas hay una fuerza con enorme potencialidad para sosteneros ante las turbulencias escolares de tamaño desafío (Etxeberria, 2018). Yo no soy jurista y, por ello, no tengo capacidad para entrar en otras consideraciones importantes al respecto; por ejemplo, que rango de norma tiene más prevalencia; si la CDPCD o la LOMLOE. Tampoco a quien debe considerarse titular de dicho derecho, si a los propios niños o a sus familias. Pero lo que parece claro es que, volviendo a los casos internacionales estudiados, cuando estos países, regiones o distritos, se han enfrentado a las dificultades inherentes al proceso de transformación de sus respectivos centros de educación especial, la razón principal que siempre ha estado ahí se resume en una simple pero profunda idea: “es una cuestión de derechos humanos, y los derechos humanos reconocidos están para respetarse y para hacerse efectivos”. Creo que la LOMLOE no recoge como debiera esta consideración y, de hecho, a tenor de los dispuesto en el Art, 74.1, se mantiene la posibilidad de que algunos alumnos o alumnas puedan ser escolarizados en centros de educación especial, lo que supone a mi parecer, una disposición discriminatoria, contraria al derecho a una educación inclusiva que la CDPCD establece, la CE ampara y la ética nos debería obligar a cumplir.

 

Un modelo de apoyos y recursos inclusivo

Nadie, ningún estudio, ningún informe dice que el proceso hacia sistemas educativos sea fácil. Mas bien sabemos que es todo lo contrario y que para tratar de avanzar, aunque sea con paso lento, se necesita mucho apoyo. En este sentido resulta determinante repensar a fondo, precisamente, el concepto de apoyo que puede ser más coherente con la ambición acordada. Lo que no se puede es seguir transitando por el modelo estrecho y disfuncional de apoyo que está instalado en muchos sistemas educativos entre los que España no es una excepción. En efecto, en el ideario colectivo de la mayoría de los agentes educativos (administración, inspección, orientación, profesorado y familias) y en la práctica mayoritaria en los centros escolares, se maneja un modelo de apoyo más bien estrecho de miras y con ello poco eficiente a la larga (Sandoval, Simón y Echeita, 2012). Hago esta valoración apoyándome en los siguientes argumentos: a) Mayoritariamente se identifica “apoyo educativo”, en primer lugar, con el trabajo de atención educativa, más o menos individualizada o en pequeños grupos, que llevan a cabo el profesorado especialmente dedicado a esa tarea (“PTs” y “ALs”) u otros profesionales (Fisioterapeutas, Integradores Sociales o Auxiliares Técnicos de Educación) (Manzano et al 2021). b) Dicho apoyo, por otra parte, está, por lo general, íntegra y exclusivamente dedicado al “alumnado con necesidades educativas especiales” (ACNEE), y al alumnado mal llamado “de compensatoria”. c) En no pocas ocasiones viene ocurriendo también que es ese profesorado de apoyo quien asume la responsabilidad de la programación educativa adaptada (de la planificación y realización de las llamadas “adaptaciones curriculares individualizadas, ACIs”) que sigue ese “alumnado especial”, en un ejercicio frecuente de dejación o transferencia de responsabilidad por parte del profesorado tutor hacia dicho alumnado en particular. d) Dicho trabajo se tiende a desarrollar, con mucha frecuencia, en aulas específicas o especializadas (Arnaiz-Sánchez y Escarbajal, 2021), mediante la estrategia de sacar a dicho alumnado especial de su grupo de referencia para recibir el apoyo que se haya considerado pertinente respecto a su contenido y duración individualmente o en pequeños grupos. e) La confluencia de estas concepciones, actitudes y acciones resultan de unas prácticas poco movilizadoras de mejoras para todos. Ello ocurre por cuanto el profesorado tutor (en educación primaria) o responsable de una materia (en educación secundaria), lejos de verse llamado a revisar y ajustar su programación y docencia con criterios, por ejemplo, propios del Diseño Universal para el Aprendizaje (DUA) (Pastor, 2019), - como, por otra parte, ha establecido la LOMLOE (Art. 4. 3)-, tiende al mantenimiento del estatus quo educativo, esto es, al mantenimiento de prácticas que, sin embargo, pueden configurarse como barreras para la presencia, la participación y/o el aprendizaje de algunos alumnos o alumnas necesitados de otras prácticas más inclusivas. La LOMLOE hubiera sido una gran oportunidad para avanzar en este estratégico componente, por cuanto podría haber tomado la oportunidad de la amplia categorización que hace del constructo “alumnado con necesidades específicas de apoyo educativo” (ACNEAE) (LOMLOE, Título II. Capt. 1), para dar entrada a una visión amplia, comprensiva, inclusiva del apoyo. A mi parecer, un modelo inclusivo de apoyo escolar, todavía por construir, y si lo viéramos como un prisma complejo, tiene diferentes caras que deben tomarse en consideración. La primera es tener precisamente una definición de apoyo más amplia y coherente con lo mucho que hoy sabemos sobre ese constructo desde diferentes ámbitos como, por ejemplo, la comprensión actual de la discapacidad, en general o de la discapacidad intelectual en particular (Verdugo, 2018), o sobre como lo han planteado algunos de los expertos más reputadas en materia de educación inclusiva como son los profesores Booth y Ainscow (2015). Para ello también contamos con algunas experiencias muy relevantes que se encuentran en nuestro propio contexto (Rappoport, Sandoval, Simón, y Echeita, G. 2019). Precisamente y tomando esos marcos de referencia, con varias colegas hemos construido una definición de apoyo inclusivo como sigue:

Se entendería por apoyo educativo, la articulación de todos los valores, políticas escolares, prácticas y recursos educativos comunes y específicos que un centro escolar es capaz de movilizar para mediar entre las condiciones personales de su alumnado y las demandas escolares que, principalmente, se concretan a través del currículo y la organización escolar. Todo ello, con ello con el objetivo de maximizar las oportunidades de todo el alumnado para acceder o estar presente en todos los espacios escolares y extraescolares, participar (entendida esta participación en términos de sentido de pertenencia y bienestar emocional) y, al mismo tiempo y por todo lo anterior, aprender, progresar y rendir en condiciones de equidad respecto a sus iguales” (Echeita, Simón, Muñoz, González de Rivera y de la Fuente, 2021.)

El apoyo educativo se configuraría, entonces, no como un asunto individual que precisan algunos estudiantes por razón de sus condiciones personales o sociales, entre otras, sino como un constructo global y complejo (no reducible a alguno o algunos de sus componentes); multifactorial (con la implicación de factores personales como el estado de salud/funcionamiento del alumno y factores contextuales, como la pedagogía, la organización escolar o el tipo de evaluación realizada en un centro escolar o por un profesor en particular); dinámico (cambiante en función de la mejora, estancamiento o empeoramiento de los factores personales y contextuales) y multinivel (puesto que se ubica tanto en la cultura escolar, como en las políticas o en los “sistemas de prácticas” (Puig Rovira, 2012), que operan en el aula y en otros espacios y momentos educativos.

Del apoyo educativo así entendido se beneficiaría, potencialmente, todo el alumnado, serviría parar prevenir la aparición de nuevas o mayores situaciones de desventaja que pudieran experimentar algunos alumnos, pero se concretaría, para cada estudiante, en una determinada necesidad de apoyo.

Dentro del modelo planteado, el constructo de necesidad de apoyo también necesita un desarrollo y concreción, algo más profundo y fundamentado que la escueta definición que del mismo parece hacer la LOMLOE (Art. 71.2.): “alumnos y alumnas que requieran una atención educativa diferente a la ordinaria”. En el modelo que estamos delineando, las necesidades de apoyo educativo, haría referencia al perfil y la intensidad de apoyo educativo que un alumno o alumna requeriría para estar, participar y aprender en actividades relacionadas con el funcionamiento escolar normativo propio de un determinado curso/etapa educativa. Respecto al perfil del apoyo requerido cabría distinguir, al menos, dos niveles: a) Necesidades comunes de apoyo educativo, de las que se beneficia todo el alumnado. Las necesidades de apoyo comunes se traducen en los valores, políticas y prácticas inclusivas que, por ejemplo, se pueden analizar en trabajos como los de Booth y Ainscow (2015), Muñoz y Porter, (2020) o Tomlinson, (2015) y otros muchos. b) Necesidades específicas de apoyo educativo, adicionales a las anteriores, de las que se beneficiarían determinados estudiantes para mejorar su funcionamiento escolar (desajuste entre sus competencias y las demandas escolares que tiene en un momento dado). Estas necesidades específicas de apoyo educativo vendrían definidas operativamente por el tipo de actuaciones necesarias y por la intensidad de estas. Las necesidades específicas de apoyo educativo vendrían a dar cuenta de una necesidad normativa u objetiva, definida como tal a partir de una evaluación sociopsicopedagógica individualizada, contextualizada y colegiada (no solo por parte de los servicios/equipos de orientación), realizada en el centro escolar ordinario donde todo el alumnado debería estar escolarizado.

Respecto a la intensidad de los apoyos esta haría referencia a la extensión y duración de las intervenciones para la instrucción, (re)habilitación y/o recursos necesarios para satisfacer las necesidades específicas de apoyo educativo, toda vez que, como vengo insistiendo, las necesidades comunes deben estar presentes en el desarrollo habitual de los procesos de enseñanza, aprendizaje y evaluación. La intensidad de los apoyos en términos de extensión haría referencia, entonces, al compendio de ámbitos en los que son precisas las intervenciones referidas anteriormente. Siguiendo el ejemplo de la distinción habitual en el ámbito de la (dis)Capacidad, cabría, seguramente, hacer la misma distinción entre: limitada a alguno ámbito en particular: extensa, esto es, referida a varios ámbitos o generalizada, referida a la mayoría de ellos. La intensidad de los apoyos en términos de duración haría referencia al tiempo en el que es necesaria mantener la o las intervenciones referidas anteriormente. A este respecto podría concretarse en la distinción entre: puntual, durante un tiempo acotado, para prevenir o limitar la intensificación de dicha necesidad, o permanente, durante un periodo largo (un ciclo escolar o durante toda la escolarización). Como se ha señalado, la satisfacción de las necesidades específicas de apoyo educativo necesitaría de una planificación por parte de los equipos docentes encargados de programarla, realizada de forma reflexiva, colaborativa, contextual y finalmente, individualizada/personalizada. Dicha planificación debe tener presente y en su caso promover actuaciones dirigidas tanto a satisfacer las necesidades comunes como las necesidades específicas de un alumno o alumna en particular y que, en conjunción, ayudarían a este a mejorar su funcionamiento escolar.

Por cierto, si no estoy equivocado, el modelo que estamos compartiendo tiene mucho del enfoque adoptado en Portugal en su última reforma educativa en materia de educación inclusiva, en particular por la Ley Nº 116/2019, de 13 de septiembre (AdRP, 2019), donde se establecen los principios y reglamentos que garantizan la inclusión como proceso que responde a la diversidad de necesidades y capacidades de todos y cada uno de los estudiantes portugueses. Dicha norma ha posibilitado que más allá de la raya (como se conoce popularmente la frontera natural entre Portugal y España) se haya establecido una forma de pensar y actuar distinta a la que a este lado conocemos y que entre sus elementos más destacados están: a) Abandonar todo sistema de categorización del alumnado, incluida la categoría de "necesidades educativas especiales"; b) Abandonar el modelo tradicional de legislación especial para estudiantes especiales; c) Establecer un continuo de provisión de apoyos para todos los estudiantes; d) Centrarse en las respuestas educativas (necesidades de apoyo educativo comunes y específicas) en lugar de las categorías de estudiantes basadas en etiquetas clínicas; y e) Tener muy presente que las metas del marco educativo inclusivo son todos los niños, alumnos y estudiantes.

Que aboguemos por un modelo de apoyo inclusivo global y comprensivo no es incompatible con disponer de un profesorado/profesionales de apoyo con perfiles y competencias propias, pero no por ello ajenas o distantes al trabajo de aquellos con los que debe colaborar estrechamente, esto es, con el profesorado ordinario. En este sentido otro de los ejemplos analizados en nuestro estudio resulta inspirador en este aspecto en particular (aunque por supuesto, también en otros). Me refiero al ejemplo de la provincia de New Brunswick (N.B.) en Canadá (AuCoin et al., 2020). De su modelo de apoyo destacaría ahora dos aspectos. En primer lugar, la existencia de dos niveles de apoyo, un de carácter sectorial/distrital con un marcado carácter preventivo, de asesoramiento y para la formación a los centros escolares de su respectivo sector; y otro en cada centro escolar, propiamente dicho, y en todo caso, fuertemente coordinado con el anterior. Los equipos de apoyo de los centros escolares tienen como objetivo promover el aprendizaje y el éxito de todos los estudiantes en las escuelas, proporcionando apoyo sistémico a los maestros/profesores de aula y, en algunas ocasiones, abordar de manera grupal o individual las necesidades de aquellos estudiantes que requieren apoyo adicional para tener éxito. Entre los diferentes profesionales que componen estos equipos llamaría la atención sobre dos de ellos -por aquello de ayudarnos a pensar de otro modo lo que hacemos por estos pagos-; el profesorado de apoyo educativo (“educational support teacher”, EST), que es un maestro o maestra formada y acreditada para apoyar al profesorado de aula en el desarrollo, implementación y evaluación de estrategias de enseñanza y aprendizaje para asegurar el éxito de todos los estudiantes, así como para proporcionar instrucción directa a individuos o grupos pequeños de estudiantes cuando sea necesario. Son especialistas en diferentes materias: didáctica de las matemáticas o el lenguaje, así como en aspectos específicos como autismo. Y también están junto con ellos los llamados “Profesores de Metodología y Recursos” (“Methods and Resource Teachers”, MRT): formados en conocimientos y habilidades necesarias para trabajar con todo el alumnado de manera eficaz. Para tratar de evitar el riesgo de la posible dejación de responsabilidades del profesorado tutor en el profesorado de apoyo, en su caso están muy reguladas y establecidas las funciones y el tiempo que se tiene que dedicar a cada tipo de apoyo. Estos profesionales deben dedicar un mínimo del 60% de su tiempo a apoyar directamente y colaborar con el profesorado del aula en sus prácticas de enseñanza; un máximo del 25% del tiempo en instrucción directa o intervención con grupos pequeños de niños, y ocasionalmente, con estudiantes individuales, y un máximo del 15 % del tiempo en tareas administrativas directamente asociadas con el apoyo a maestros y estudiantes. Esta distribución de funciones y horarios está recogida en la Figura 1.

 

Diagrama

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Figura 1. Fuente: Aucoin et al (2020, p.318)

 

Desde otro punto de vista, un modelo de apoyo inclusivo como el que estoy proponiendo también requiere dar respuesta a la pregunta de cómo financiar y dotar de recursos personales a los centros escolares para estar en mejores condiciones de responder con hechos y no solo con buenas intenciones al desafío de una educación más inclusiva. En este sentido tanto Portugal como otros países han adoptado a los efectos de provisión de recursos el llamado modelo basado en el rendimiento (“throughput model of funding”) (AEDNEEEI, 2018), también llamado, modelo basado en la oferta (“supply-side approach”). Este modelo no se basa en el número de estudiantes etiquetados como con necesidades educativas especiales (con esta u otra denominación similar), sino que está unido a la obligación de que todos los centros escolares sostenidos con fondos públicos desarrollen determinadas tareas o presten determinados servicios que, en este caso estarían relacionados con la capacidad de los centros escolares ordinarios para responder con equidad a la diversidad de necesidades de apoyo de todo su alumnado. Para ello, un esquema que hemos encontrado en los casos presentados en el estudio referido (Echeita et al, 2019), es el de dotar de entrada a todos los centros ordinarios (escuelas, colegios e institutos), de personal de apoyo conforme a la estimación de una proporción natural de alumnado con extensas y/o más generalizadas necesidades de apoyo, asumiendo el hecho de que todos los centros sostenidos de una u otra manera con fondos públicos tienen que escolarizar a todo el alumnado, independientemente del perfil e intensidad de sus necesidades de apoyo. Pensando en nuestro contexto, este planteamiento podría implicar, por ejemplo, que todos los centros escolares de educación infantil y primaria, con al menos dos líneas (entre 18 y 20 unidades), tuvieran de entrada, dos o tres profesores o profesoras de apoyo al estilo de N.B. Ello no supondría limitar la posibilidad de incorporar nuevos apoyos si en el centro concurrieran factores de especial complejidad y un número mayor de alumnado vulnerable al que de forma natural tendría que escolarizar.

Hasta aquí he realizado el análisis de algunos elementos críticos para construir un sistema más inclusivo, pero como se ha señalado quedan otros muchos por analizar. También han quedado en el aire otras muchas preguntas que, en esencia, confluyen en la compleja cuestión de por qué y cómo implementar los procesos de reforma, mejora e innovación escolar que sugerían en la Declaración de Salamanca (UNESCO, 1994) y cuales son las palancas con verdadera capacidad para movilizar dichos cambios (Senge, 2003) y vencer las resistencias y barreras detectadas.

 

Conclusiones. El futuro no está escrito

En este artículo he compartido diversas reflexiones sobre algunas de las múltiples implicaciones que supone caminar hacia el compromiso formalmente adquirido por España de intentar consolidar un sistema educativo cada día más inclusivo. Para ello he señalado algunos de los múltiples elementos que configuran o definen este desafío, que atañe por igual a todo el alumnado y a algunos en particular que, lamentablemente, suelen estar en situaciones de mayor vulnerabilidad con relación a sus posibilidades de alcanzar esa meta. Entre ellos está el alumnado considerado con necesidades educativas especiales. Para que una vez más no queden excluidos de una u otra forma he revisado sucintamente las creencias y algunas prácticas que de ellas se derivan a tenor de como se suele entender y responder a su derecho a una educación de calidad. Afirmo y sostengo que están vigentes modos de pensar y hacer que lejos de aproximarnos a ese horizonte, nos distraen de él y no pocas veces son barreras de gran magnitud frente al mismo. Por eso he defendido con intensidad y tal vez con exceso de pasión, la necesidad imperiosa de hacer un esfuerzo colectivo para pensar de otra manera (Ballard, 2012). Siento que este pensar y hacer de otra manera tiene que llegar, antes o después, a todos los elementos que configuran un sistema educativo, pero he sentido la necesidad de llamar la atención sobre dos pilares importantes para reconstruir el que ahora tenemos; una fuerte convicción en las razones morales y éticas que nos deben mantener en el empeño y que se vinculan a la relectura del derecho a la educación, como el derecho a una educación inclusiva de calidad. Por otra parte, he analizado también la necesidad de construir un nuevo modelo de apoyo y provisión de recursos, desde una perspectiva inclusiva, analizando algunas de las múltiples caras o facetas de este importantísimo pilar y proponiendo algunas acciones al respecto. Finalmente, y cuando he comparado lo que he propuesto con apoyo de evidencias y estudios, con lo establecido en la LOMLOE, he llegado a la conclusión de que esta ley no se acomoda a las premisas desarrolladas y por eso, he mantenido que la considero una oportunidad perdida. Pero el futuro no está escrito.

 

Financiación

Este artículo se realiza con apoyo y en el marco del Proyecto financiado por el Programa Estatal de Investigación, Desarrollo e Innovación Orientada a los Retos de la Sociedad. Ministerio de Economía, Industria y Competitividad con referencia EDU 2017-86739-R.

 

Conflicto de intereses

Ninguno.

 

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[1] Ese sistema estaría conformado por los siguientes elementos: la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. La Convención sobre la Eliminación de todas las formas de discriminación racial de 1963. El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966. La Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer de 1982. La Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes de 1984. La Convención sobre los Derechos del Niño de 1989 y la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de 2006.

[2] Se remota a los inicios del siglo XX con los ejercicios elaborados por Alfred Binet y Théodore Simon para distinguir entre niños mentalmente “normales” y “anormales”, lo que darían paso posteriormente a los tests de inteligencia que a su vez reforzarían con evidencia científica dichas creencias y prácticas, esto es, la de diferenciar “por su bien” a los niños normales de los que no lo son.