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D. Antonio Viñao Frago ha sido durante muchos años catedrático de Teoría e Historia de la Educación en la Universidad de Murcia. Desde su cátedra ha impulsado de modo decisivo el estudio de la historia de la educación en España, siendo un referente nacional e internacional en dicho campo académico.
El hecho de dejar de ser profesor emérito para pasar a su condición de jubilado no obsta para que nuestro entrevistado siga realizando una importantísima contribución intelectual a la educación española.
Ser un profundo conocedor de la educación española contemporánea nos llevó a solicitarle una entrevista. Era tal el amplio elenco de preguntas que considerábamos importantes (casi una veintena llegamos a planificar) que, por razones de espacio y de acuerdo con el entrevistador, se han circunscrito a cuatro grandes bloques de gran interés para nuestros lectores. Por un lado, memoria y valoración de las dos grandes reformas educativas que ha tenido el sistema educativo español en el siglo XX, la Ley General de Educación (LGE) de 1970 y la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo Español (LOGSE) de 1990; por otro, la necesidad reiterada en las últimas décadas de un pacto social y político por la educación en España y la valoración histórica de la génesis, evolución, genealogía e historia de la Inspección en su contexto educativo, social, político e ideológico. Finaliza la entrevista reflexionado sobre los ámbitos de la historia de la educación española, apenas estudiados, aspecto este de interés para los jóvenes investigadores.
Por último, el entrevistado nos ha facilitado unas referencias y una bibliografía de gran interés para investigadores, docentes e inspectores de educación.
Agradecemos mucho a nuestro entrevistado su participación en este número extraordinario de Avances en Supervisión Educativa y sus enseñanzas sobre las lecciones que nos da la Historia para nuestro tiempo. Antonio Viñao es para nosotros un trabajador incansable, investigador meticuloso y lector impenitente; hombre generoso en su dedicación a la historia de la educación.
1.Han transcurrido 50 años desde la aprobación de la LGE y otros 30 de la LOGSE. En los últimos años han aparecido valoraciones dispares tanto sobre sus aportaciones, límites y disfunciones como sobre la posible continuidad o ruptura entre ambas y en relación con el momento en que fueron aprobadas. ¿Cuál es tu juicio al respecto y, dado el tiempo transcurrido, qué valoración te merecen ambas reformas educativas?
La realidad es siempre una combinación inestable de continuidades y persistencias, por un lado, y rupturas, cambios o transformaciones, por otro. Una valoración actual de las reformas educativas de 1970 y 1990, como de cualesquiera otras, no debe perder nunca de vista que las leyes y reformas no transforman la realidad educativa de un día para otro, que sus efectos son a veces perceptibles muchos años después y que, en muchos casos, se trata de efectos no queridos o sí queridos, pero no dichos, o sea, ocultados.
La aplicación del en buena parte incumplido artículo 15-1 de la Ley de 26 de diciembre de 2007, conocida como de “Memoria histórica”, ordenando “la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura”, suscitó en 2017 en el País Valenciano una amplia polémica en la prensa sobre la sustitución del nombre de Villar Palasí en diversos colegios públicos. Una polémica que, en último término, tanto por quienes abogaban por la continuidad de tal denominación como por quienes entendían que su nombre debía ser eliminado, finalizó siendo un juicio no del personaje, sino de la LGE. Para el director de uno de dichos colegios, esta era “la mejor ley de educación que se ha hecho nunca”. Hubo quienes, en un escrito colectivo de académicos y juristas, alabaron su “calidad técnica y “efecto modernizador”. Un buen especialista en el tema destacaría el carácter “revolucionario” de la LGE por la implantación de la comprensividad y la consiguiente ruptura de la estructura dual del sistema educativo hasta entonces vigente, que separaba académicamente a la infancia a partir de los 9-10 años en itinerarios diferentes. Asimismo, daba cuenta de la oposición que dicha ley despertó entre quienes se opusieron a su financiación ―exigía y preveía una mayor presión fiscal―, y en la Iglesia católica ―por la consideración de la educación como “servicio público fundamental” que dicha ley establecía―, así como entre los grupos y partidos que se oponían al franquismo. “Su mejor aplicación”, concluía, tendría lugar “en la democracia. Como también hubo, entre quienes abogaban por el cambio de denominación, quien sostuviera que, al fin y al cabo, la LGE se había aprobado no por iniciativa del régimen franquista, sino por la presión de organismos internacionales como la OCDE. Su valoración final era terminante: “José Luis Villar Palasí fue un ministro de los últimos años de la dictadura al que le tocó el desarrollo y aprobación de esta ley, algo que, como buen tecnócrata franquista, hizo de manera moderadamente eficaz”. Punto y final del debate.
Más allá de la polémica memorialística, y de las que originó a derecha e izquierda la LGE cuando fue proyectada y aprobada, una valoración actual de la misma exige situarla en su época y momento. En este sentido, la LGE culmina, en el ámbito de la educación, el proceso de apertura internacional de la dictadura franquista iniciado a mediados de los años cincuenta e intensificado en los sesenta, hasta llegar, incluso, a provocar reacciones contrarias en el seno del mismo. Planteada por un reducido grupo responsable de la elaboración del Libro Blanco en 1969 ―un alto funcionario internacional, un inspector asimismo ligado a organismos internacionales de la educación, dos buenos estadísticos del ministerio, un inspector de prestigio, dos catedráticos de pedagogía y tres técnicos de administración civil―, pero aislado y sin sólidos asideros estables entre las distintas “familias” del régimen ―de ahí que la contrarreforma comenzara en las mismas Cortes al eliminar los artículos relativos a su financiación y continuara tras el cese de quienes la habían promovido―, la LGE puede considerarse hija del contexto en que nació y de su tiempo. Un tiempo, no está de más recordarlo, en el que los liberales y social-liberales del mundo occidental no tenían problema alguno en hablar no solo de modernización y capital humano, sino también de planificación o planeamiento, empresas y servicios públicos, economía mixta y progresividad fiscal.
La LGE venía así, en el seno de la dictadura franquista, a culminar y cerrar una época abriendo otra cuyo derrotero se desconocía. Con sus obvias limitaciones, en especial en los aspectos ideológicos relativos a la participación, las libertades y, como se decía entonces, la “educación para la convivencia” o cívica, abrió una serie de posibilidades de signo a veces contrapuesto ―educación comprensiva, conciertos, nuevos libros de texto, metodologías y materiales curriculares, etc.― y un nuevo modelo de elaboración de reformas educativas ―diagnóstico previo, fase de debate y presentación de propuestas, redacción de un anteproyecto de ley, etc.― que seguirían, en mayor o menor medida, otras reformas posteriores. Nada tiene de extraño que, con el paso del tiempo, haya originado, y continúe originando, distintas consideraciones y valoraciones.
El contexto nacional e internacional de la reforma de 1990 era muy diferente al de veinte años antes. Los nuevos aires neoconservadores ―creo que este término se ajusta más a la realidad en el ámbito educativo que el de neoliberales, salvo que se emplee el de pseudoliberales― y el claro inicio del desmantelamiento del Estado del Bienestar ―Estado mínimo y al servicio del sector privado, desregulación, reducción de impuestos a las rentas más altas y, en general, del gasto social, etc.― supuso, en dicho ámbito la sustitución de la cultura de la participación ―prevalente en las reformas educativas europeas de los años setenta tras los sucesos de mayo del 68, y tardía y formalmente introducida en nuestro sistema educativo por la LODE en 1985― por las culturas de la calidad “total” medida a través del rendimiento académico ―léase calificaciones escolares―, la evaluación del sistema educativo y sobre todo, de los centros y el profesorado, la autonomía de los centros, la rendición de cuentas, los rankings competitivos, la libre selección del alumnado por los centros docentes, el reforzamiento de los rasgos selectivos y desigualitarios de los sistemas educativos, y la mercantilización de la educación, es decir, la consideración del sector formativo o de la enseñanza como un campo más de acción del capital privado, similar a cualquier otro, si es que ofrece un beneficio rentable en una economía global con libre circulación de capitales. Nada que ver con el mundo de veinte años antes (Viñao, 2016).
En el ámbito nacional, la Constitución de 1978 había significado, en educación, la renuncia por la izquierda política a su modelo de escuela única y plural y, en el Partido Socialista, el tránsito, en esos años y en los subsiguientes, desde el marxismo a la socialdemocracia liberal, desde las alternativas de 1976 y el comunitarismo escolar a aceptar la existencia, con la LODE en 1985, de una doble red de centros financiados con fondos públicos, bajo la ingenua creencia de que sería posible, mediante la exigencia de unos determinados requisitos, hacer pública la escuela privada concertada, y de que la derecha, si alguna vez llegaba al poder, consideraría la enseñanza privada, concertada o no, como subsidiaria o, a lo sumo, complementaria de la pública y no al contrario, como después sucedería. De hecho, la LODE, una de las leyes más criticadas y objeto de todo tipo de manifestaciones en su contra y ofensivas mediáticas, sería la ley educativa de más dilatada vigencia tras la Constitución de 1978 gracias al apoyo y defensa de quienes en su día se opusieron a ella por considerarla entonces el primer paso hacia el totalitarismo educativo en España.
Mi valoración actual tanto de la reforma de 1970 como de la 1990, aunque ha ido matizándose y cambiando a lo largo del tiempo, sigue condicionada en parte por el lugar desde el que las viví. En el primer caso, desde la administración periférica del Ministerio de Educación y Ciencia, como funcionario técnico al servicio de la misma y responsable administrativo de su aplicación en un ámbito territorial determinado. Como en más de una ocasión he dicho, la experiencia me vacunó contra todo tipo de reformas “desde arriba”, sin apoyos sociales suficientes y sin la financiación adecuada. Las expectativas creadas iban por un lado y la realidad por otro. Sin embargo, cuando se plantea la reforma de 1990 mi condición profesional, desde varios años antes, era la de un profesor de universidad cuya docencia e investigación se movía a medio camino entre la historia y la política educativa. Tengo que confesar que mis primeras manifestaciones por escrito sobre la reforma que se proyectaba fueron de índole crítica, aunque efectuadas desde una posición diferente a la que después sería habitual en buena parte del profesorado de educación secundaria y desde la derecha política (Viñao, 1988 y 1989). Es más, hubo quien, no viendo la LOGSE en un primer momento con malos ojos, y habiendo cambiado de opinión posteriormente, me preguntó cómo era posible que hubiera sabido ver en 1988-89 lo que después sucedería. Lo que yo no entendía, sin embargo, es cómo lo que veía venir con tanta evidencia no era visto del mismo modo por quienes la proyectaron y lanzaron. Las razones las supe cuando, pocos años más tarde, leí los trabajos de Sarason, Tyack y Cuban, entre otros, sobre el predecible y relativo fracaso de las reformas educativas y me dediqué a estudiar este fenómeno (Viñao, 2006).
Por supuesto, la ausencia de una financiación adecuada y la crisis económica de comienzos de los noventa supusieron un lastre en la aplicación de la reforma. Así mismo, el acceso al poder en 1996 del Partido Popular, el único que había votado en contra de la LOGSE, implicó el final de la misma. Que un partido aplique, conforme a su espíritu y su letra, una ley aprobada con su voto en contra, es algo inimaginable. Pueden señalarse otros factores externos a la reforma que dificultaron, trastocaron o impidieron su aplicación. Los dejo a un lado para detenerme solo en los de índole interna.
La LOGSE no solo llevó a cabo una profunda reforma estructural cuando este tipo de macrorreformas contaba ya con amplias críticas en otros países, sino que pretendió llevar a cabo, al mismo tiempo, otra profunda reforma curricular asentada en unas bases psicopedagógicas opuestas a las que caracterizaban la cultura académica e identidad profesional de aquella parte del profesorado, el de educación secundaria, que debía aplicarlas en las aulas. Una afirmación que matizo advirtiendo que lo dicho no implica valorar tales bases o la mencionada identidad cultural y académica; se limita a constatar un hecho que los reformadores no supieron ver, que estimaron que no era relevante o que, siéndolo, consideraron que no plantearía problema alguno.
Desde un punto de vista estructural, la LOGSE creó una nueva etapa híbrida, la ESO, que por su carácter obligatorio poseía la misma naturaleza básica que la educación primaria ―constituía su prolongación natural―, pero que, en clara contradicción con dicha naturaleza, se integraba en un nuevo nivel de educación secundaria como una etapa propedéutica de otras dos de naturaleza post-obligatoria, el bachillerato y la formación profesional de grado medio, que serían, en definitiva, las que definirían los objetivos, los contenidos, la metodología y el tipo, formación y mentalidad del profesorado que se iba a hacer cargo de este nuevo nivel educativo. Algo que en el sector privado ―muy satisfecho además por la prolongación de la escolaridad obligatoria, y por tanto de los conciertos, dos años más―, al impartirse en un mismo centro toda la enseñanza desde la educación infantil hasta el bachillerato o la formación profesional de ciclo medio, no exigía la compleja y siempre problemática reestructuración de la red de centros y del profesorado que hubo que llevar a cabo en la red pública.
Por si ello no fuera suficiente, la reforma incluía una nueva propuesta curricular dirigida, según sus promotores, a elevar la calidad de la enseñanza mediante la adopción de una determinada concepción psicopedagógica de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Una concepción más atenta al cómo, a los procedimientos didácticos, que al qué; más a la significatividad psicológica del contenido que a su estructura disciplinar. Sin entrar, como dije, en su valoración, el hecho es que esta reformulación de la práctica docente halló, como era previsible ―aunque sus promotores desecharan tal posibilidad―, el rechazo de buena parte del profesorado, en especial del de bachillerato. Un profesorado que veía negada su identidad profesional, sus prácticas docentes y de control y manejo de la clase ―una cultura académica disciplinar con al menos un siglo de existencia― en favor de una propuesta para este colectivo más o menos inteligible y, en todo caso, “inviable en el contexto real” en el que se estaba produciendo la extensión de la escolarización en la red pública de enseñanza (Merchán Iglesias, 2003, p. 75).
La práctica generalidad de las reformas educativas “desde arriba” adolecen, entre otros, de dos males. Uno es el fatal atractivo o “irresistible seducción” que tienen las páginas del Boletín Oficial del Estado, u otras publicaciones similares (Puelles Benítez, 2016). Es decir, la creencia de que las leyes modifican la realidad o, si se prefiere, de que una vez promulgada la ley, la reforma está ya completada. Los estudiosos de las reformas educativas suelen recurrir, en relación con sus efectos, a la metáfora de la tormenta en alta mar: en el exterior fuertes vientos, grandes nubes negras y grisáceas y olas encrespadas. Cincuenta, cien metros más abajo, silencio, quietud y calma. Pasada la tormenta todo vuelve a su estado anterior, aquel en el que permanecerá hasta que la próxima tormenta agite de nuevo la superficie.
Otro de los males es el habitual presentismo a-histórico ―también llamado adanismo/evismo, según el sexo del reformista de turno― de quienes emprenden las reformas partiendo del erróneo supuesto de que los sistemas educativos son una tabla rasa que puede ser moldeada a voluntad sin tener en cuenta su historia, sus tradiciones y culturas, así como la existencia en su seno de estructuras, procesos y tendencias que, por su propia entidad y peso, condicionan cualquier cambio o innovación que quiera introducirse. Suele ir acompañado de una mentalidad salvífico-mesiánica propia de quienes creen tener una varita mágica o el bálsamo de fierabrás que curará una educación enferma o, al menos, no adecuada a los nuevos tiempos o a aquellos por venir.
Ambos males suelen estar presentes, como dije, en la práctica totalidad de las reformas “desde arriba” y, en mayor o menor medida, estuvieron presentes tanto en la LOGSE ―en este caso, muy presentes― como en otras reformas estructurales y curriculares anteriores o posteriores proyectadas en España y fuera de España. Dado que, como se habrá advertido, estimo que el gran problema de la LOGSE se halla en la configuración y encaje de la Educación Secundaria Obligatoria, finalizo esta pregunta con dos citas de dos inspectores adecuadas al caso. La primera, de Adolfo Maíllo (1963), fue escrita a comienzo de los sesenta, justo en el momento se inicia en España el tránsito, todavía sin resolver e inacabado, del bachillerato tradicional, para unos pocos y selectivo, a la educación secundaria para todos:
Cuando amplios contingentes de muchachos que poseen una nueva mentalidad […] llaman a las puertas de los Centros de Enseñanza Media, no son ellos los que han de cambiar, sino estos. Pues ellos son de su tiempo, mientras que los Centros responden a necesidades de épocas fenecidas. (pp. 24-25)
La segunda cita, de Santiago Hernández Ruiz (1982), nos advierte de la incompatibilidad pedagógica y constitucional entre la obligatoriedad escolar y el carácter selectivo de la misma con arreglo, por supuesto, a unos contenidos, una metodología y unos criterios clasificatorios uniformes o similares. Su inclusión, como la anterior, en esta entrevista escrita no tiene más objetivo que el de hacernos pensar:
El mandato constitucional que establece la obligatoriedad de la enseñanza primaria para todos los ciudadanos, […] queda automáticamente conculcado por toda acción escolar que implique selección de ninguna especie dentro y fuera del sistema educativo que define dicho nivel, y más que por ninguna otra, por una prueba o examen de promoción, que determina en la práctica una selección absurdísima. (p. 132)
2.Como historiador, ¿cuáles son las causas que han impedido desde la Constitución de 1978 un gran acuerdo social y político que dé estabilidad legal a nuestro sistema educativo? ¿Estimas posible un acuerdo de este tipo?
Suele decirse que tras el acuerdo alcanzado en materia educativa en la Constitución de 1978 no ha sido posible perseverar en el clima de consenso que hizo posible el pacto constitucional en este y en otros aspectos. Se trata, por supuesto, de una afirmación a matizar: lo que hubo, en todo caso, fue un consenso formal, reflejado en un texto escrito, en el que se yuxtaponen dos modelos de política educativa distintos que responden a dos interpretaciones contrapuestas, en este ámbito, del pluralismo político establecido en el artículo 1º de la Constitución como “valor superior” del ordenamiento jurídico: el pluralismo intercentros y el pluralismo intracentros. El resultado fue un consenso forzado del que se salió del paso introduciendo, unos y otros, aquellos párrafos en los que fundamentar en el futuro una u otra política según quien gobernare, relegando al olvido o minusvalorando los restantes párrafos, o sea, otros derechos y libertades.
Las dos mejores pruebas de la inexistencia de un consenso o acuerdo real, no meramente formal, son la inestabilidad legislativa posterior ―origen de una clara demanda social para terminar con esta situación y, en consonancia con ello, de que prácticamente ningún partido político manifieste de forma expresa, en este punto, una posición negativa: la culpa de que dicho acuerdo no se produzca es siempre de otros―, y la abundante profusión de demandas y recursos judiciales, desde los juzgados de 1ª instancia al Tribunal Constitucional, planteados por particulares, asociaciones o corporaciones, partidos políticos y poderes públicos desde 1978. Sobre todo, en relación con los temas más controvertidos: conciertos, separación por sexos, enseñanza de la Religión católica, criterios de admisión de alumnos, educación para la ciudanía o cívica, derechos de los padres a vetar u oponerse a determinadas enseñanzas, competencias estatales y autonómicas, etc. La progresiva judicialización de la política educativa ha provocado, en último término, la politización educativa de la justicia y, con ella, claras divergencias en la interpretación judicial, al más alto nivel, de lo dicho al respecto en la Constitución de 1978. Cualquier conflicto o desacuerdo acaba en los tribunales. O, si se prefiere, la interpretación “correcta” ―hay en liza hasta tres interpretaciones posibles del texto constitucional―, y en definitiva la política educativa, está hoy en manos de la judicatura; es decir, de la mentalidad e ideología o cosmovisión de quienes detenten en cada caso y momento el poder judicial como se ha podido comprobar en la sentencia del Tribunal Constitucional, de 18 de abril de 2018, sobre la LOMCE (Viñao, 2020b).
Pocos años después, en 2004-2005, tendría lugar el segundo intento por alcanzar un acuerdo social sobre la educación, fruto, en este caso, de una iniciativa surgida en el seno del Consejo Escolar del Estado cuando el ministerio de Educación, esta vez en manos de un gobierno socialista, lanzó el documento titulado Una educación de calidad para todos y entre todos, que precedió a la LOE de 2006. A pesar del extraordinario esfuerzo realizado por CC. OO., la FERE y la FETE para llegar a un acuerdo, a la hora de firmar el Pacto social por la educación, las dos organizaciones nacionales de padres y madres de alumnos rechazaron suscribirlo. En palabras de Manuel de Puelles (2016), protagonista directo de este intento por su condición de Vicepresidente del Consejo, las organizaciones de padres sucumbieron frente a fuerzas internas que se mostraron partidarias de una radical fidelidad a los principios. […] El consenso no es posible cuando los valores básicos de unos y otros se mantienen en su irreductible pureza, creándose una falsa mecánica en la que unos aparecen como los depositarios de las esencias y otros como los pragmáticos claudicadores. (p. 19)
Los dos siguientes intentos, esta vez de índole política, de llegar a un acuerdo fueron los promovidos, por gobiernos socialistas, en 2004-2005 con motivo de la elaboración y tramitación de la LOE, y en 2009-2010, siendo ministro Ángel Gabilondo, esta vez sin mediar ley alguna; es decir, sin más objeto ni motivo que el de acabar con la inestabilidad legislativa teniendo en cuenta que el Partido Popular, único partido que había votado en contra de la LOE, había manifestado su intención de presentar un nuevo proyecto de ley que la derogara si ganaba las próximas elecciones. Tras un largo proceso de negociaciones y la elaboración de diversos documentos por una y otra parte, el final de este “pacto acordado pero no firmado”, en expresión del entonces Secretario de Estado de Educación (Bedera Bravo, 2018), finalizaría en mayo de 2010, con la presentación, por el Partido Popular ―a quien las encuestas daban como ganador en las próximas elecciones―de un documento en el que fijaba su “posición” en relación con el “pacto sobre la reforma del modelo educativo”. En él se alegaba que la propuesta del gobierno del Partido Socialista pretendía blindar con el pacto educativo un modelo que, a su juicio, había fracasado por completo, lo que, a sensu contrario, implicaba apostar por otro distinto. Como en el mismo se afirmaba: “Estos objetivos [combatir el fracaso escolar y elevar la calidad de la educación] no se pueden alcanzar con meros retoques del modelo educativo vigente en España desde hace más de veinte años. Se necesita una reforma en profundidad del sistema”. No había lugar para posiciones intermedias: esa reforma vendría con la LOMCE en 2013.
La aprobación de la LOMCE en diciembre de 2013 fue precedida, en julio de dicho año, por la firma de un acuerdo de los principales grupos de la oposición para derogarla en la próxima legislatura, paralizar su aplicación y elaborar una nueva ley que contara con el máximo apoyo parlamentario y de la comunidad educativa. Mal comienzo para una ley de educación. Enconada la polémica en el ámbito social con propuestas divergentes, y la política con el frustrado intento del Partido Socialista para acceder al poder en las elecciones de 2015 y el triunfo del Partido Popular en las de 2016, quedó sin efecto el mencionado acuerdo de 2013 para derogar una ley, la LOMCE, vigente en estos momentos en el que un nuevo proyecto de Ley Orgánica de Modificación de la LOE (LOMLOE) se halla pendiente de debate en el Parlamento.
En este nuevo contexto social, y sobre todo político, la propuesta para que la Subcomisión de Educación y Deportes del Congreso sirviera ―previa la comparecencia de diversos agentes y personalidades del mundo de la educación propuestos por los partidos políticos―, para acordar un Pacto Social y Político por la Educación, solo puede ser considerada hoy una estrategia dilatoria para alargar la vigencia de la LOMCE rectificando algunos pocos de sus puntos polémicos, pero no esenciales. Dichas comparecencias ―84 en total― tuvieron lugar, en efecto, entre febrero y septiembre de 2017. Tras ellas, comenzaría la negociación-debate entre los representantes en la Comisión de los diferentes partidos cerrando sus puertas sin haberse llegado a acuerdo alguno, en mayo de 2018, por discrepancias en el tema de la financiación ―porcentaje del gasto público en educación― y la ausencia de una mayoría que prorrogase su actividad. El teatro político había terminado como todo hacía prever desde su comienzo.
¿Qué lecciones o conclusiones pueden extraerse de toda esta serie de intentos fracasados? En primer lugar, que el acuerdo, de conseguirse, no supondrá el fin de los conflictos, ni las ideologías enfrentadas dejarán de existir, ni las políticas educativas serán en adelante planas y uniformes. La izquierda política tenderá a acentuar las exigencias constitucionales derivadas del principio de igualdad y, en especial, del derecho de todos a la educación, mientras que la derecha política tenderá a acentuar los derechos derivados de un principio de libertad circunscrito sobre todo a la libre selección del alumnado por los centros docentes y, sobre todo, el derecho de los padres a que sus hijos reciban una formación religiosa y moral acorde con sus convicciones. Un derecho que, según esta interpretación del texto constitucional, constituye el arco de bóveda del sistema educativo español, a cuya consecución deben supeditarse y servir el resto de los derechos y libertades educativas, incluso las libertades de pensamiento y conciencia del alumnado y su derecho a recibir una (in)formación plural de acuerdo con la remisión a la Convención de los derechos del niño de 1989 que se efectúa en el artículo 39-4 de nuestra Carta Magna.
En segundo lugar, que la posibilidad de llegar a acuerdos en educación depende, en gran medida, de factores tales como: a) que se disponga o no de la mayoría absoluta en el parlamento o se prevea que en las próximas elecciones se va a disponer o no de dicha mayoría; b) la predisposición o talante más o menos autoritario del partido en el gobierno y del ministro responsable del tema; y c) de que dichos acuerdos se inserten o no en otros pactos políticos más amplios, como sucedió con los Pactos de la Moncloa o la Constitución, o que el proceso de su negociación coincida o no con otros temas de disenso o conflictivos entre las partes implicadas.
En tercer lugar, las leyes educativas del Partido Socialista fueron votadas con un amplio consenso —prácticamente todo el arco parlamentario votó a favor o se abstuvo, salvo el Partido Popular que siempre votó en contra—, mientras que en las de este último partido se produjo el fenómeno inverso: se aprobaron con los solos votos del Partido Popular y, en ocasiones, con el o los votos de algún partido muy minoritario.
En cuarto lugar, los principales temas o cuestiones de disenso y conflicto, donde parece más difícil alcanzar acuerdos, son la presencia y lugar de la enseñanza confesional religiosa ―es decir, la vigencia e interpretación de los Acuerdos con el Vaticano de 1979―, los requisitos o exigencias a cumplir por los centros concertados para recibir fondos públicos, y, en definitiva, el papel de los poderes públicos en la educación.
¿Estamos condenados, como ya predijo Blanco White en 1831, a que “la contienda” que enfrenta “los dos sistemas rivales de educación que existen en este país” continúe “desgraciadamente por tiempo indefinido”, prosiguiendo así “la tarea de convertir a una mitad de la población en extraña, extranjera y enemiga de la otra”? (Blanco White,2003, p. 283). Desde un punto de vista ideológico, parece que sí lo estamos. Desde un punto de vista pragmático, apunto dos posibles salidas a este impasse que arrastramos desde hace ya casi doscientos años.
Una sería el que dio origen a la Ley Moyano de 1857: aprobar en el Parlamento una ley de bases, con un articulado mínimo ―la ley de bases previa a la Ley Moyano constaba solo de catorce puntos―, sin altisonantes declaraciones de principios, que recoja solo aquellos aspectos en los que, cediendo unos y otros, es posible llegar a un acuerdo.
La segunda sería intentar llegar a acuerdos parciales sobre temas concretos. Una política de este tipo tendría que determinar previamente cuáles son aquellos problemas más urgentes sobre los que parece posible llegar a acuerdos. A título de ejemplo menciono tres que figuran entre los más considerados como prioritarios por unos y otros:
--La formación del profesorado, en especial, la formación inicial y su selección o sistema de acceso a la docencia y comienzo de la carrera docente.
--La autolimitación de los partidos políticos para no imponer al profesorado una determinada concepción, rígida y detallada ―o sea, tecnoburocrática y regulada hasta los más pequeños detalles― del currículum (contenidos, metodología, evaluación), con el fin, entre otros aspectos, de aliviar la sobrecarga burocrática que actualmente pesa sobre el profesorado y los centros docentes, en especial en el sector público.
--La aprobación de una serie de medidas específicas dirigidas a mejorar la educación de ese porcentaje de alrededor del 25% de menores ―una cifra cercana a los dos millones y medio― bajo el umbral de la pobreza que existen en España, según los más recientes informes de organizaciones como UNICEF, Save the Chidren o Cáritas.
Claro está que con este último problema ―con los otros dos también, pero de forma menos visible o evidente― entramos de lleno en el tema ideológico tan estrechamente ligado al de las desigualdades, el capital y el dinero ―recomiendo leer Capital e ideología de Piketty (2019) en cuyas páginas ando enredado desde hace al menos un mes―. La razón es obvia: sin introducir reformas fiscales progresivas ―en los impuestos sobre la renta, sucesiones y patrimonio―, y formas de economía mixta y de cogestión de los trabajadores en las empresas, e incrementar el gasto social y público, la cuestión de las desigualdades, entre ellas las educativas, no puede ser abordada. Al contrario, se verá agravada.
3.Te has referido y has escrito en alguna ocasión sobre los distintos intentos de configurar un modelo de inspección educativa en relación con sus funciones, formación, selección, profesionalización y papel en España. ¿Cómo ves esta cuestión en un sistema educativo tan descentralizado como el español? Y, como historiador de la educación ¿qué recomendación harías a los actuales inspectores de educación para animarlos a participar en el estudio e investigación histórico-educativa?
En efecto, el 1999 publiqué en la revista Bordón un artículo titulado “La inspección educativa: Análisis socio-histórico de una profesión”. Después ya no he vuelto sobre el tema, aunque haya aludido a él de pasada en otros trabajos o haya formado parte de tribunales de tesis doctorales sobre la historia o el presente del Servicio de Inspección. El planeamiento analítico general que allí efectué sigue siendo válido: cualquier análisis de este tipo requiere atender a la titulación y formación exigida a quienes acceden al mismo, al procedimiento y criterios de selección y a las funciones y tareas asignadas a aquel cuerpo o servicio de la administración que se desee estudiar, así como a las tensiones creadas, en este caso, por su doble configuración administrativa y pedagógica, como agentes de la administración y, a la vez, asesores y evaluadores del sistema educativo.
Carezco de información suficiente, al día, para responder a la primera pregunta de modo detallado y taxativo. Solo puedo emitir impresiones generales. Y mi impresión, en este punto, es que el régimen partitocrático que padecemos ha debilitado la índole técnico-profesional de todos los servicios administrativos sin excepción alguna (la voracidad de los partidos políticos no posee, en este punto, límites). Sobre todo si, como sucede en este caso, se trata de temas o sectores altamente ideologizados.
Seré claro: todos los partidos políticos, también sin excepción ―aunque en unos casos más que en otros―, consideran normal no ya que el número de puestos de libre designación sea cada vez más elevado ―cuantos más, mejor―, sino también prácticas tales como a) el nombramiento hasta límites insospechados de asesores ―elegidos no tanto por sus conocimientos como por su fidelidad personal y razones clientelares― que se convierten, de hecho, en elementos decisorios por su cercanía y confianza con quien les nombró; b) la creación de organismos ―agencias y otros entes semipúblicos― situados al margen de los mecanismos de control y selección de personal propios de la administración pública; c) el encumbramiento o relegamiento, entre los funcionarios estables, de aquellos más y menos afines, respectivamente, desde el punto de vista ideológico o personal; y d) la búsqueda de informes técnicos que avalen sus decisiones políticas con el fin de reforzarlas, o de descargar, en quien los suscribe, la responsabilidad en el supuesto de que sean objeto de crítica o, incluso, de acción judicial contraria.
Por supuesto, este tipo de prácticas ‘viciosas’ se daban también cuando el sistema educativo español era gestionado de modo centralizado, pero ahora se han reproducido, en mayor medida, en cada una de las 17 consejerías de educación de cada una de las Comunidades Autónomas en un contexto, además, en el que la fragmentación funcional de los cuerpos estatales, entre ellos la Inspección educativa, los debilita frente a los poderes autonómicos.
Esto afecta, como es obvio, al sistema formación y sobre todo de selección de los miembros de la Inspección. En este punto, estimo que sería conveniente, y contribuiría a crear un cierto espíritu de cuerpo, hoy debilitado, introducir en su selección, mediante concurso-oposición, el requisito de haber cursado un máster específico para quienes deseen acceder a ella u ocupar cargos directivos en los centros docentes o determinados puestos en la administración educativa.
En cuanto a la segunda cuestión, existen desde hace ya tiempo algunas buenas historias del servicio de Inspección escritas por miembros de la misma. Ello tiene sus ventajas e inconvenientes. La ventaja es que quien está dentro conoce y tiene acceso a información, hechos y documentos que no suelen estar accesibles a quien, desde fuera, pretende investigar o conocer un determinado organismo, institución, sociedad o corporación. Pero se carece, en general, de la distancia suficiente para apreciar la relevancia de aspectos que, por su normalidad, puede pasar por alto o, simplemente, para no estar influido por su posición e implicación personal en lo que se analiza. Faltan, sin embargo, buenas memorias o relatos autobiográficos de quienes fueron inspectores y, ya jubilados, reflexionan sobre su vida profesional, o diarios, escritos sobre la marcha, en los que se va dando cuenta del día a día de la función inspectora y se añaden todo tipo de reflexiones u observaciones.
Un aspecto relacionado con el anterior, pero distinto, es el interés y grado de conocimiento que los miembros de un cuerpo o profesión determinada tienen sobre su orígenes y evolución; en definitiva, sobre sus raíces profesionales y de cómo han llegado a ser lo que son teniendo en cuenta de dónde vienen. Y, ya de paso, advertir que en el futuro no serán como son ahora, al menos en parte. En un estudio que realicé hace algunos años sobre la presencia de artículos de historia de la enseñanza de determinados campos disciplinares en las revistas de didácticas específicas, observé que el interés que los docentes tienen, en general, sobre la génesis y evolución de su campo profesional era, y sigue siendo, mínimo. Los docentes, como en general todos los seres humanos, tienden a pensar que la historia de la educación no va más allá de su experiencia personal como alumnos y profesores ―la historia comienza con uno mismo―, que siempre fue igual a como la conocieron y que va a seguir siendo más o menos como es ahora. Desconocen sus raíces y están aquejados de esa falsa modernidad solo atenta al presente más fugaz. Pierden así la posibilidad de contrastar su experiencia con otras anteriores más o menos similares, y de adquirir una conciencia temporal sobre su ubicación y lugar en un espacio y en un momento dado de la historia.
Otra carencia habitual entre los seres humanos es la dificultad que poseemos para contextualizar lo que nos sucede, pensamos o hacemos, en este caso en relación con la profesión o tareas que llevamos a cabo. Esa es la razón por la que, con independencia de lo anterior, recomiendo que las lecturas y reflexiones de quien trabaja en un determinado campo profesional vayan allá del estricto y limitado ámbito marcado por el mismo. Para entender la génesis, evolución, genealogía e historia de la Inspección hay que conocer la del sistema educativo en que se inserta, así como la del contexto social, político e ideológico.
4.¿Qué opinión te merece la afirmación “La historia cumple una función ideológica de construcción nacional”? Sin duda que la historia como currículo de aprendizaje ha servido de soporte ideológico, con diferente grado de implicación y de éxito, según la época, en la historia española de nuestro siglo XX ¿Consideras que la historia de la educación también ha cumplido en algún momento dicho papel? Por último ¿qué parte o ámbito de la historia de la educación española en estos últimos cincuenta años consideras que ha sido poco estudiada?
Supongo que se me pregunta por un hecho, no por el deber ser. No creo que la historia tenga que desempeñar papel alguno en la construcción nacional de un país o sociedad determinada. Al contrario, dada la natural tendencia de la especie humana a construir mitos ―nada objetable si se toman como bellos e imaginativos textos o relatos literarios― y un pasado confortable, adecuado a unos propósitos determinados o a las exigencias del presente, la labor del historiador, si es que merece tal nombre, es incómoda. Una historia genealógica y crítica es siempre incómoda y va, en cierto sentido, a contracorriente. Por buscar un símil, diría que el historiador debería cumplir en el ámbito social la misma función que cumple el psicoanalista en el individual: que la sociedad se acepte a sí misma tal y como fue, y es, deconstruyendo mitos y recreaciones acomodaticias del pasado.
Ahora bien, si se me pregunta no por el deber ser sino por la realidad, entonces diré que, en efecto, una de las funciones sociales o psico-sociales que ha cumplido y cumple la historia es la de apoyar ―o rechazar― determinadas interpretaciones del pasado en las que se revalorizan los aspectos identitario-nacionales mientras se dejan a un lado los evidentes mestizajes, mezclas, sincretismos, cosmopolitismos, préstamos e influencias o, simplemente, que todas las tradiciones han sido inventadas y recreadas en algún momento, y que lo que llamamos creencias son construcciones míticas, valiosas o no, sofisticadas o simples, con funciones asimismo sociales, pero míticas. Como en alguna ocasión ha afirmado un destacado historiador, especialista en estos temas como Álvarez Junco, España ―añádase cualquier otro país y, en el nuestro Cataluña, el País Vasco, Andalucía, etc.― no existía hace 3.000 años y es seguro que tampoco existirá dentro de otros tres mil. Si la historia enseña algo es que nada hay estable y que civilizaciones e imperios tan complejos como los actuales han desaparecido tragados en unos casos por la arena o la selva, y en otros por la capacidad humana de destrucción y sustitución de unos mitos y rituales por otros. Interiorizar esta evidencia histórica ayuda no tanto a relativizar el presente cuanto a contextualizarlo. Algo muy necesario en una época mentalmente fugaz, inestable, presentista y fragmentada.
La historia de la educación como campo académico, disciplinar y de investigación nace en el siglo XIX formando parte de la formación del magisterio primario. Su función era la de formar docentes y se centraba sobre todo en el estudio de lo que se consideraban, en cada caso, los pedagogos, educadores, ideas e instituciones educativas más relevantes. Con el tiempo se formó una especie de canon internacional, por supuesto occidental y eurocéntrico, de lo que debía ser estudiado, en el que cada país incluía su propio canon nacional de autores, corrientes e instituciones. En el caso español, al tratarse de un tema tan ideologizado, entrarían en conflicto dos interpretaciones o versiones de dicho canon nacional. Una, predominante en el régimen franquista, identificaba en gran parte dicho canon con la acción de la Iglesia católica ―clérigos, fundadores y miembros relevantes de órdenes y congregaciones religiosas, instituciones docentes eclesiásticas, etc.―, relegando, silenciando o sometiendo a dura crítica otras corrientes, instituciones o autores. Otra versión del canon nacional, sin olvidar el papel de la Iglesia católica, se muestra sobre todo atenta a la recepción en España de ideas o corrientes foráneas, a las instituciones educativas públicas, a las ideas y acción educativa de sociedades como la Institución Libre de Enseñanza, o de grupos específicos como el anarquismo, y a autores u obras de quienes contribuyeron a construir, desde el siglo XVIII, un sistema nacional-estatal de educación. Entre, y junto a estas dos versiones del canon, han ido configurándose otras centradas de modo especial en un determinado ámbito regional. A ello han contribuido la importancia cobrada, en general, por los estudios históricos de ámbito local, provincial y regional ―permiten, entre otras cosas, captar la diversidad dentro de un marco legal y político uniforme―, y el desarrollo, en las últimas décadas, de disciplinas académicas e investigaciones histórico-educativas circunscritas territorialmente a una determinada comunidad autónoma. De todas ellas, Cataluña es la comunidad en la que dicho desarrollo ha alcanzado más relevancia. Quizás porque fue donde con más fuerza se experimentó la recepción de autores y corrientes pedagógicamente renovadoras en el primer tercio del siglo XX ―es decir, donde ya se contaba con un canon propio―, y donde se configuró, a mediados de los años setenta, un movimiento societario que agruparía a los investigadores y docentes de este campo.
Responder a la pregunta de qué partes de la historia de la educación española de estos últimos cincuenta años considero que han sido poco estudiadas, exige, una previa síntesis apresurada de cuáles han sido, y son, las tendencias que han predominado, y predominan, en este campo de investigación. Primero en relación con las épocas estudiadas. Si, en este aspecto, la Ilustración, la génesis liberal del sistema educativo español y el primer tercio del siglo XX, con especial atención a los años de la II República, fue el período al que, con preferencia, dirigieron su atención los historiadores de la educación desde mediados de los años setenta de dicho siglo ―en este último caso, como lógica reacción frente a la manipulación y el olvido durante cuarenta años de la llamada “edad de plata” de la pedagogía española―, las generaciones de historiadores de la educación que han surgido en las dos últimas décadas, nacidos en el último cuarto del siglo pasado, concentran buena parte de sus investigaciones en el franquismo sin desdeñar el período inmediato anterior. Al mismo tiempo, se pueden contar con los dedos de la mano los que se adentran más allá de la Constitución de Cádiz. Incluso los más jóvenes se atreven ya a enfrentarse a la época de la Transición y los primeros gobiernos del Partido Socialista. En estos momentos estoy codirigiendo una tesis doctoral sobre la política educativa de dicho partido en los años 1982-1996 con el placer de ir viendo como es considerada hoy dicha época, desde una perspectiva crítica, por un joven historiador que nació al final de ella. De un modo u otro, al igual que sucede en el ámbito de la historia en general, las investigaciones viven, en buena parte, al ritmo de las conmemoraciones. Los 75 años de la proclamación de la II República en 2006, los 90 años del exilio en 2019, el cincuentenario de la Ley General de Educación en este año son el origen de exposiciones, congresos, monográficos de revistas, etc.
En cuanto a las orientaciones o enfoques generales, si en los años ochenta y noventa los vientos soplaban a favor de la historia social de la educación frente a la tradicional historia del pensamiento pedagógico, de los educadores y pedagogos importantes y de las instituciones educativas más relevantes, con el cambio de siglo la historia de la educación se ha visto influida por los distintos “giros” que sucesivamente han ido difundiéndose y prevaleciendo en el campo de la historia en general: el cultural, el lingüístico, el icónico-visual, el material, el del género, etc., etc. Más que de épocas habría que hablar de enfoques o miradas. De entre todas estas “modas” o tendencias las que han predominado en las dos últimas décadas en este campo historiográfico han sido la del estudio de los libros de texto o manuales y disciplinas escolares y el del museísmo pedagógico, la conservación y el estudio del patrimonio educativo, la historia de la cultura material de las instituciones docentes, la atención hacia las fuentes icónico-visuales, y la memoria escolar. Nunca como hasta ahora han existido en España tantos museos o centros de la memoria educativa, se han financiado tantos proyectos de investigación en este tema y se han realizado tantas exposiciones. La contrapartida, a mi juicio, es el relativo olvido de la historia socio-cultural y política de la educación y de algunos de sus grandes temas. Por ejemplo, el de la desigualdad y el de las relaciones de los centros docentes con el entorno o, en un nivel más amplio, entre la organización social y económica, los poderes públicos, el sector privado, el sistema fiscal y los modos de educación.
Sin negar lo anterior, incluso relacionado con ello y pese a lo avanzado en las últimas décadas en el conocimiento de lo que a mediados de los noventa se dio en llamar “la caja negra” de la historia de la educación, entiendo que este es un campo, el de la reconstrucción de la vida cotidiana de los centros docentes, del profesorado y del alumnado, del día a día de lo que acaecía en dichos centros, en las aulas y fuera de ellas, en el que queda mucho por hacer. Entre otras razones, porque las fuentes que uno desearía tener o no existen, por haberse destruido ―los archivos de los centros docentes solo conservan lo que precisan para su funcionamiento en cada momento, los exámenes y trabajos de alumnos se destruyen, también las programaciones, etc.―, o requieren un gran consumo previo de tiempo dedicado a su ordenación y catalogación.
Un consejo final: si alguien que trabaja en el mundo de la enseñanza desea informarse, conocer, analizar o investigar en este campo, mi recomendación es que comience por el estudio de la génesis y evolución de aquel sector, disciplina, servicio o nivel en el que lleva a cabo su tarea, pero siempre situándolo en el contexto de sus relaciones con otros aspectos del sistema educativo a partir del lugar que se ocupa en el mismo. Cualquier investigación requiere siempre una mirada mucho más amplia, que vaya más allá del problema, tema o cuestión objeto de estudio.
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― (2020c). El pacto educativo en la Constitución de 1978”, Crónica. Revista de Pedagogía y Psicopedagogía, (5), en prensa. Número monográfico sobre el “El pacto de Estado por la Educación y la Formación del Profesorado”.
1 La entrevista ha sido realizada por Fernando Faci Lucia, Ángel Lorente Lorente y Francisco Cuadrado Muñoz.
2 Moreno Martínez, P. L. (ed.) Educación, Historia y Sociedad. El legado historiográfico de Antonio Viñao, Valencia, Tirant Humanidades, 2018, 1
3 Al tratarse de una entrevista escrita en la que se abordan cuestiones o temas expuestos con mayor extensión en otros trabajos, he optado por indicar algunos de ellos por si interesara a alguien su lectura. Así, por ejemplo, en las consideraciones que efectúo sobre la LGE y la reforma de 1970, sintetizo lo dicho con mayor detalle en Viñao (2020a).
4 http://www.fedicaria.org/miembros/Nebraska_proyecto.html.
5 En lo que sigue sintetizo buena parte de lo escrito en Viñao (2020c).
6 Iglesias de Ussel (2014), expone y analiza, a partir de su experiencia como Secretario de Estado de Educación y Universidades de 2000 a 2004 con el Partido Popular, hasta diez razones o causas que explican las dificultades o imposibilidad de llegar a un acuerdo educativo. Entre ellas, “la disparidad de modelos existentes entre los dos principales partidos políticos”. (p. 20)